Reportajes
Ramón Vinay, la zarpa del león
A 25 años de su muerte
El cantante chileno fue el primer hispano invitado por el Festival de Bayreuth. Estrella en el Met y en La Scala, fue un referente interpretativo de papeles como Otello, Siegmund, Tristan o Tannhäuser.
Veinticinco años han transcurrido desde que en la ciudad mexicana de Puebla, donde residía, fallecía el cantante chileno Ramón Vinay, uno de los tenores dramáticos –barítono antes y barítono después– que ha dejado una huella indeleble en la historia del canto. Moría con él un león que legaba el recuerdo de una zarpa irresistible en la década de 1950 del pasado siglo en lugares tan emblemáticos como La Scala o los festivales de Bayreuth –el primer latino en pisar su escenario– y Salzburgo, logrando más adhesiones entre los auténticos aficionados que entre unos críticos y tratadistas que siempre le trataron con mal disimulado despego.
Nacía Ramón Mario Francisco Vinay Sepúlveda en la localidad chilena de Chillán el 31 de agosto de 1911 en el seno de una familia compuesta por el francés Jean Vinay y la chilena Rosa Sepúlveda, y desde sus primeros años mostró una predisposición especial por la música. Tras una estancia, poco documentada por cierto, en Francia, emigraría con su familia a México, donde terminaría su formación mientras trabajaba como empleado en un negocio de pieles. Una anécdota poco conocida, pero no por ello menos significativa, recoge su primera experiencia, ciertamente circunstancial: siguiendo a una muchacha que había llamado su atención, se encontró en la Academia de Teatro de Bellas Artes, donde, al ser interrogado sobre qué hacía en aquel lugar donde se celebrada una audición, contestó con su espontaneidad habitual “Yo he venido a cantar”. Y lo hizo. Su formación vocal se inició bajo la tutela del maestro José Pierson –más adelante la perfeccionaria con el famoso tenor belga René Maison– y debutó como barítono en una compañía en gira en el papel del rey Alfonso de La favorita. En esa misma cuerda intervino en una película (Fantasía ranchera) y llevaría al teatro algunos de los papeles más ilustrativos del repertorio baritonal como Scarpia, Rigoletto o el Conde Luna de Il trovatore. El futuro, sin embargo, se abrió para él cuando, profundizando en su identidad vocal, decidió pasarse a la cuerda de tenor. El argentino Carlos Guichandut no le dejaría solo en este tipo de decisiones y Plácido Domingo, viajando a la inversa, cerraría el círculo ya en pleno siglo XXI.

Como Parsifal en Bayreuth (1957)
Su debut como tenor tuvo lugar en México en 1943 con el Don José de Carmen, y no tardaría en añadir Otello, en adelante su papel de referencia. Dos años después llegaría al City Center neoyorquino, otra vez con Don José, y en 1946 hacía su presentación en el Metropolitan. Su debut en La Scala llegaría en la velada inaugural de la temporada 1947-48 con cinco representaciones del Otello verdiano, donde uniría su nombre a los de Maria Caniglia (que alternaría con Clara Petrella) y Gino Bechi, bajo la dirección de Victor de Sabata. El papel del Moro de Venecia volvería a ser suyo en La Scala en la temporada 1949-50, con la Tebaldi y Bechi y Silveri compartiendo el Yago, y repetiría en la siguiente con los mismos colegas y De Sabata en el podio. En el templo milanés cantaría también Carmen con Fedora Barbieri y la dirección de Antonino Votto, Samson et Dalila con la misma mezzosoprano y De Sabata –más tarde lo haría con Giulietta Simionato y Gavazzeni–, cerrando sus aportaciones a ese teatro con el estreno de la versión italiana de Cyrano de Bergerac de Alfano y, casi anecdóticamente, con el Egisto de Elektra bajo la batuta de Dimitri Mitropoulos.

Como Egisto en La Scala (1955)
Cantó también en otros varios teatros italianos e incluso en la Arena de Verona (1948) en un Otello que uniría su voz a las de Renata Tebaldi y Carlo Tagliabue, con la dirección de Antonino Votto. En el Met actuó durante 15 temporadas en títulos como Aida, Louise o El oro del Rin además de los ya mencionados. Desde 1952 a 1957 intervino activamente en el Festival wagneriano de Bayreuth en paeles como Tristan, Tannhäuser, Parsifal o Siegmund. Y en el Liceu de Barcelona, donde no pudo llegar con esa compañía al Festival de 1955 como estaba previsto, debutaría al año siguiente con Samson et Dalila, para regresar en la inauguración de la temporada 1958-59 con Otello junto a Marcella Pobbe y Anselmo Colzani y terminar su asociación con el teatro con Cyrano de Bergerac, con Anna di Cavalieri (nombre artístico de Ann McKnight) –que ya lo había hecho con él en La Scala–, José Simorra, Agostino Ferrin, Alfredo Mariotti y el gran Piero de Palma, antes y después de estas funciones muy fiel a la trayectoria del teatro barcelonés.
En la etapa final de su carrera Vinay volvería a cantar como barítono en apariciones como el Telramund del Lohengrin de Bayreuth o un Yago para Mario del Monaco en Dallas, ambas en 1962, el Doctor Schön de Lulu o incluso el Doctor Bartolo de Il barbiere di Siviglia. Su última actuación oficial tuvo lugar en el Teatro Municipal de Santiago de Chile en 1969, aunque siguió dando conciertos hasta 1974, año de su retirada definitiva. En el teatro de la capital chilena ejerció también en esos últimos años como director de escena y llegó a ostentar la dirección general del mismo hasta 1972.
Voz ancha y sonora
La voz de Vinay, ancha y sonora, con un centro de gran presencia y un registro agudo consistente ya que no especialmente squillante, le permitió siempre superar las dificultades de un repertorio exigente y eminentemente heroico, con unas resonancias baritonales que nunca le abandonaron y que supo amalgamar con una sinceridad expresiva y unas dotes de actor de alto rango que hicieron de él un artista completo. Si un especialista como Rodolfo Celletti, tan documentado como desabrido para determinados cantantes, pudo acusarle de emplear siempre una voz sorda y una emisión corta de fiato, otros expertos como Giancarlo Landini no dejaron de alabar la solidez de su registro medio y su buen gusto en el fraseo. El público, que le adoraba, no dudó nunca por cuál de ambas posiciones pronunciarse.

Aunque la discografía del artista chileno es en sí misma considerable, solo dos de sus grabaciones han sido comercializadas en sellos oficiales; es el caso del Otello de Toscanini para la RCA en 1947, con Herva Nelli y Giuseppe Valdengo, y el Lohengrin de Sawallisch de 1962 en el que cedía el protagonismo vocal a Jess Thomas y donde le acompañarían además Silja y Varnay. El resto, accesible en registros publicados en firma paralelas, se ilustra predominantemente de tomas en directo de producciones de Bayreuth, destacando las diversas versiones de su Siegmund de Walküre; en 1953, con Varnay, Resnik y Hotter a las órdenes de Clemens Krauss (Foyer); en 1955 junto a Mödl y Hotter, con Keilberth (Allegro); o en 1957 con Varnay, Hotter y Nilsson en el papel de Sieglinde (Golden Melodram). Se unen a ellos su Tristan de 1952 con Karajan (Mödl, Hotter, Weber) y Jochum, con además el Parsifal de Krauss, con Mödl, London y Weber y el de Knappertsbusch con Mödl y Fischer-Dieskau o el Tannhäuser de Keilberth con Brouwenstijn y Fischer-Dieskau.

Más raras son sus grabaciones de óperas de otros autores como Saint-Saëns (Samson et Dalila de una representación del Colón de Buenos Aires con Beecham al podio, con Blanche Thebom, completada en la oferta de Melodram con unos fragmentos de Pagliacci y Otello) o Bizet (una antigua Carmen dirigida por Stokowski o Leoncavallo (unos Pagliacci con una de las escasas pariciones discográficas de Florence Quartararo). Puede también encontrarse otro Otello suyo con Fritz Busch al podio y Leonard Warren y Licia Albanese en el reparto (Preiser) y no se puede descartar que las excavaciones de la piratería discográfica puedan aún proporcionar otras sorpresas. Melodram ha publicado un recital del tenor, que figura también en varias antologías de tenores o de cantantes del Metropolitan de Nueva York.

Ramón Vinay, que había contraído matrimonio con Tessie Mobley, una soprano de Oklahoma, falleció el 4 de enero de 1996 y sus restos descansan en el Paseo de los Artistas del Cementerio Municipal de Chillán, no muy lejos del lugar en que reposa otro chileno ilustre nacido en la misma localidad, el pianista Claudio Arrau. Eduardo Arnosi ha hecho públicas unas palabras que escuchó de boca de Vinay: “Es posible que mi copa no haya estado tan llena como la de otros, pero tampoco quedó vacía del todo. Digamos que siempre tuvo, como mínimo, un cierto nivel medio”. Pese a tanta discreción por su parte, para sus paisanos y para los operófilos en general su aportación al mundo de la interpretación lírica fue excepcional. Quienes le oyeron lo saben. –ÓA