Reportajes
ÓA 256 (II): El Liceu, la fábrica de sueños del Mediterráneo. Perspectiva histórica
Con una actividad ininterrumpida durante 175 años, el Gran Teatre se convirtió, ya desde mediados del pasado siglo, en una referencia internacional para la lírica
El coliseo barcelonés se inauguró el 4 de abril de 1847 gracias a una iniciativa privada. Con una actividad ininterrumpida durante 175 años, el Gran Teatre se convirtió, ya desde mediados del pasado siglo, en una referencia internacional para la lírica. En este artículo se repasan algunos de los hitos liceístas. Además ya es posible consultar detalles de la historia del teatro en los Annals del Liceu, una base de datos que recoge información artística, fotografías, programas de mano y otros documentos relativos a las temporadas del teatro en sus 175 años de historia. Este arduo trabajo de digitalización se puso en marcha en 2019 y ya está en su etapa final.
El Gran Teatre del Liceu de Barcelona es el bastión de la lírica del sur de Europa. Sus raíces están estrechamente vinculadas a la sociedad civil de la capital catalana, detalle que lo convirtió desde su fundación en un modelo único en el continente. En 175 años de historia por su escenario han pasado los más grandes intérpretes de todos los tiempos, construyendo una trayectoria memorable que ha sabido superar las adversidades, la más reciente en enero de 1994, cuando un incendio lo redujo a cenizas. Una vez más, la sociedad en pleno apostó por su inmediata reconstrucción, reinaugurándose en octubre de 1999 con Turandot (Puccini) y continuando con un legado patrimonial sin precedentes en España.
En todos estos años, el coliseo catalán no solo ha sido en el motor de la lírica del país, sino también un escenario puntero por innovación, recursos y voluntad artística, enfrentándose ahora a los retos que el siglo XXI depara para el género. La ópera italiana, eslava, wagneriana, francesa o el bel canto romántico han sido parte de un devenir que ha tenido en las grandes voces su punto de referencia. En las últimas tres décadas, el Petit Liceu –su Servicio Educativo– ha descubierto los secretos de la ópera, la música y las artes escénicas a más de un millón de niños, mientras que las nuevas tecnologías hacían posible que parte de su programación pudiera salir de sus paredes. El Liceu ha podido llegar a los hogares de los ciudadanos en diversos formatos y también ha sido pionero en las retransmisiones de ópera en las pantallas de cine, haciendo también accesibles sus actividades a personas discapacitadas.

Fachada histórica Liceu
Miradas estéticas
El Liceu ha ido madurando con su público. Además del disfrute de unos cuerpos estables en constante superación y de las mejores voces de la lírica nacional e internacional, los liceístas han podido ir abriendo su mirada estética gracias a propuestas innovadoras y hasta provocadoras, críticas con la sociedad y osadas desde el punto de vista teatral. Por el escenario del Gran Teatre han desfilado en las últimas décadas los discursos dramatúrgicos más dispares, algunos más acertados que otros, pero contar con un discurso artístico plural es la obligación de un teatro público, tanto como seducir a sus fieles seguidores con espectáculos que lleven un mensaje, que gusten y emocionen.
Un poco de historia
Si las raíces del Liceu tienen sus antecedentes en diferentes proyectos colaborativos de iniciativa privada, el origen del Gran Teatre se sitúa en 1837, cuando nace la Sociedad Dramática de Aficionados que al año siguiente crea el Liceo Filarmónico-Dramático Barcelonés de S. M. Isabel II con la idea de desarrollar el arte escénico en sus diferentes manifestaciones y que estrena Norma de Bellini en el Teatro de Montsió. La buena acogida lleva a esta Sociedad a construir un nuevo edificio financiado por una junta de propietarios. En 1844 se obtiene la cesión de los terrenos del antiguo convento de los Trinitarios, en la esquina de La Rambla con la calle de Sant Pau, y en 1845 se pone la primera piedra del nuevo edificio. El 4 de abril de 1847 se inaugura oficialmente el Gran Teatre del Liceu con un espectáculo que combina música clásica y danza, incluyendo la cantata Il regio Imene de Marià Obiols. Dos semanas después tiene lugar la primera representación de ópera con Anna Bolena (Donizetti).
Durante los primeros años se programó solo repertorio italiano, pero poco a poco se introdujo el francés y a finales del siglo XIX anida con fuerza la música de Wagner. Durante las primeras décadas la sala acoge también propuestas de circo, teatro, bailes de máscaras y fiestas particulares. Con todo, el Liceu de la época sufrió algunos episodios convulsos, como un incendio el 14 de abril de 1861 que destruyó totalmente la sala y el escenario –se reconstruyó en solo un año–, y un atentado el 7 de noviembre de 1893, cuando en plena función inaugural de la temporada el anarquista Santiago Salvador lanzó dos bombas Orsini sobre la platea, de las que una explotó causando 20 muertos.
Wagner y las vanguardias
El Liceu tiene tradición wagneriana. La historia viene de lejos, de cuando Albéniz y Clavé estrenaran en Barcelona selecciones de las obras del compositor alemán. Y si el madrileño Teatro Real se adelantó estrenando Rienzi en 1880, el Liceu respondería montando Lohengrin (1882), El holandés errante (1885) y Tannhäuser (1887), extendiendo el espíritu wagneriano por la sociedad.

Cartel del estreno de 'Parsifal' en el Liceu
El siglo XIX se despedía en el Liceu con el estreno de La valquiria y del Tristan seguidos de la Tetralogía al completo. Pero la admiración local superó todo lo visto cuando Parsifal subió al escenario liceísta a las 11 de la noche (las 12 en Alemania) del 31 de diciembre de 1913, año en el que expiraban los derechos de interpretación en Bayreuth, adelantándose a los teatros que la habían programado para el 1 de enero de 1914, incluido el Real de Madrid. Wagner y su obra anidaron en el corazón del Modernismo catalán, convirtiéndose en icono ilustrativo de esa nueva estética, refrendada en 1955 y 2012 por la visita del Festival de Bayreuth y sus huestes.
En pleno auge del wagnerianismo, el Gran Teatre fue también un espejo de los movimientos de vanguardia que se desarrollaban en ciudades como París o Berlín. Eventos como la llegada a Barcelona de los Ballets Russes de Serge Diaghilev, en 1917, sacudieron el panorama local tal y como sucedió antes en la capital francesa con la renovadora visión coreográfica de Nijinski. Las diferentes manifestaciones artísticas de las tres primeras décadas del siglo pasado se caracterizaron, precisamente, por intentar radicalizar su discurso para diferenciarse de la tradición. Esto también llegó al escenario del Liceu con obras como el ballet El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, que pudo verse en 1936 con escenografía de Picasso, así como Parade, con música de Satie, pieza que también contó con el genio del malagueño para los decorados. Con los Ballets del Marqués de Cuevas llegan al Liceu escenografías de Dalí para las obras Tristan fou y Coloquio sentimental. Antes, obras de Stravinsky o Richard Strauss ya intentaban integrar al repertorio del Liceu nuevos sonidos, en un esfuerzo de la empresa por renovar el repertorio. El repertorio ruso y eslavo gustó y arraigó, no así el mozartiano, una realidad que se transmutó definitivamente después del estallido de la Guerra Civil.
El Liceu republicano
Durante la II República los propietarios del Liceu mantuvieron la actividad artística, pero al estallar la Guerra Civil el Gobierno de la República expropió el edificio y nacionalizó el Liceu para proteger su actividad. Rebautizado como Teatre Nacional de Catalunya, durante la temporada 1936-37 solo se programaron tres actividades; un concierto a beneficio del pueblo de Madrid (abril de 1937, sexto aniversario de la proclamación de la República), dirigido por Eduard Toldrà; la Semana Pro Euskadi; y el concierto de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, con la Orquestra Pau Casals y con Casals al violonchelo. En las siguientes temporadas la ópera se vio afectada por la falta de cantantes extranjeros que, lógicamente, no viajaban a un país en guerra. Así, la programación se basó en zarzuela, un género muy popular en la época. Al finalizar la guerra, la dictadura franquista devolvió la titularidad del Liceu a sus propietarios y el proyecto de un Teatro Nacional tuvo que esperar varias décadas.

El Liceu, incautado por la Generalitat
En términos de creatividad, el Liceu pudo dar cabida a los avances más innovadores desde el punto de vista teatral. A finales del siglo XIX comenzó a desarrollarse la escuela catalana de escenografía, que trascendió fronteras. A partir de los trabajos de Joan Ballester, famoso por sus decorados de la ópera L’Africaine, el escenógrafo Francesc Soler i Rovirosa estableció los cánones estéticos que definieron la escenografía catalana: un estilo muy realista, con telones y papeles pintados a mano realizados en los talleres del propio Liceu. A principios del siglo XX destacaron los escenógrafos Mauricio Vilomara, Fèlix Urgellès, Salvador Alarma, Oleguer Junyent, Josep Castells y, por encima de todos, Josep Mestres Cabanes, quien trabajó en el Liceu de 1942 a 1956. Una de sus obras maestras fue la escenografía de la ópera Aida, estrenada en 1945, en la que trabajó durante 20 años y que él consideraba modélica respecto a su concepto de ángulo maestro, según manifiesta en su Tratado de perspectiva (1964). Este montaje, el único que se salvó del incendio de 1994, volvió a la vida en 2001 y posteriormente ha vivido varias reposiciones. Entre otras, Mestres Cabanes también pintó escenografías –hoy perdidas– para todas las óperas de Wagner.
El consorcio, el incendio, la reconstrucción
Hasta comienzos de la década de los ochenta del siglo pasado, el Liceu levantaba el telón gracias a la gestión de un empresario que ganaba la licitación que proponía la propiedad: 125 años después de su inauguración, este era el único teatro de ópera privado del mundo que funcionaba de esta manera. En 1981 se creó el Consorcio del Gran Teatre del Liceu, integrado por representantes del Ayuntamiento de Barcelona, la Generalitat de Catalunya y de la propiedad del Teatre, a los que se unirían el Ministerio de Cultura y la Diputació de Barcelona, intentando una gestión pública que superara una situación financiera entonces muy delicada. Desde 1981 y hasta 1999 el Consorcio se encargó de la gestión, programación y revalorización de la ópera en la ciudad. Era el final de una etapa que el último empresario, Juan Antonio Pamies, había intentado mantener viva, pero que las dificultades económicas hacían inviable. A su muerte (en 1980), en plena Transición, con las instituciones autonómicas recuperadas, el Gran Teatre recibió un impulso fundamental con esta institución que velaría para que, paulatinamente, se fueran renovando coro y orquesta, determinadas instalaciones técnicas y el modelo de financiación, además de recuperar el público que se había ido perdiendo en la década anterior. Volvieron los grandes nombres de la lírica, se vieron producciones de nombres míticos como Jean-Pierre Ponnelle y se estrenaron títulos tan significativos como Moses und Aaron de Schoenberg (1985).
El golpe que significó el incendio del 31 de enero de 1994 afectó a toda la sociedad catalana. La sinergia que se creó en torno a la catástrofe llevó a tomar la decisión de su rápida reconstrucción en el mismo lugar y tal como era. El Liceu siguió ofreciendo actividad artística tanto en el Palau de la Música Catalana –conciertos, recitales y ópera en versión de concierto– como en el Teatre Victòria, en cuyo escenario se presentaban las versiones escenificadas y el ballet, sin olvidar puntuales incursiones en el Palau Sant Jordi, el TNC y el Mercat de les Flors.
Tras cinco temporadas de transición, el Gran Teatre renació el 7 de octubre de 1999 con Turandot, un montaje de Núria Espert con Bertrand de Billy en el podio que además se ha podido ver en otros teatros de España y del extranjero. Fue el comienzo de una nueva etapa, la del Liceu del siglo XXI que en 2019 celebró dos décadas de actividad.
Voces de leyenda
La afición de los liceístas por las grandes voces viene de lejos. Las crónicas cuentan que artistas consagrados como el propio Caruso pasaron por el Liceu sin pena ni gloria, quizá porque entonces el público ya tenía dos tenores favoritos, Gayarre y Masini. Más tarde llegarían Viñas, Manuel Utor –El Musclaire, antes descargador del puerto–, Tamagno, Schipa, Lázaro, Fleta, Melchior, Gigli, Lorenz, Lauri-Volpi… En cuanto a sopranos es obligado nombrar a Pareto, Barrientos, Capsir y las divas wagnerianas Kirsten Flagstad y Gertrude Grob-Prandl, sin olvidar a la mezzosoprano Conxita Supervia, que precedió a Simionato, Stignani, Barbieri y Cossotto, ni, aparte de la legión de grandes barítonos liceístas, a los bajos Boris Christoff y Fiódor Chaliapin.

Montserrat Caballé en 'Henry VIII', la última ópera que intepretó en el Liceu (2001)
Entre los cantantes que marcaron época –y que continúan en ello– cabe nombrar a Tebaldi, Ausensi, De los Ángeles, Caniglia, Pavarotti, D’Angelo, Poggi, Taddei, Barbieri, Domingo, Lavirgen, Bastianini, Pons, Freni, Marton, Obraztsova, Vinco, Sardinero, Zeani, Scotto, Aragall, Cappuccilli, Chausson, Carreras, Guleghina, Estes, Talvela, Manuguerra, C. Álvarez, Villarroel, Alagna, Palatchi, Dessì, Armiliato, Netrebko, Òdena, Zajick, Burchuladze, Bayo, Millo, Struckmann, Dvorsky, Gheorghiu, Kaufmann, Radvanovsky, Theorin, Keenlyside, König, Selig, Jaho, Tézier, Meade, Orfila, Dessay… Y la lista continúa.
Como todos los teatros de ópera del mundo, el Liceu cuenta con sus propios mitos, aunque Montserrat Caballé es uno de los más importantes. La cantante barcelonesa reinó en el escenario de La Rambla dejando en los anales del Teatre un legado patrimonial inabarcable. Verdiana, pucciniana, straussiana, verista, esta soprano extraordinaria le brindó al Liceu lo mejor de su repertorio, incluyendo rarezas tales como óperas barrocas y wagnerianas. Pero si en un género concreto la Caballé brilló como ninguna otra intérprete, fue en el bel canto romántico, en Donizetti y Bellini: con razón es considerada una de las intérpretes de Norma más significativas de la historia (sin olvidar Il pirata y la infinidad de grabaciones que protagonizó). Las incursiones en el Rossini serio dejaron para el recuerdo una Semiramide impresionante, pero fue su fundamental contribución a la Donizetti renaissance la que transformó el Liceu, precisamente, en un reconocido templo belcantista. Ella recuperó obras como Roberto Devereux, Lucrezia Borgia, Gemma di Vergy, Parisina d’Este, Maria Stuarda o Caterina Cornaro.

El Liceu ha sido pionero en llevar la ópera a plazas y calles del país. En la imagen, la iniciativa 'El Liceu a la fresca'
La relación del Liceu con el bel canto arranca en 1847, con Anna Bolena. Dicen que este título volvió a la vida en 1957, cuando fue exhumada en Bérgamo y Milán por Gavazzeni en una producción de Visconti y con Callas en el papel titular, pero falta un dato: diez años antes, el Liceu ya la había recuperado para celebrar el centenario de su inauguración. Otros intérpretes que han dejado huella sobre todo en este repertorio han sido Gruberova, Sutherland, Gencer, Kraus, Horne, Blake, Valentini-Terrani, Bartoli, E. Giménez, E. Serra, L. Serra, Montarsolo, Dara, D. González, Baltsa, Palacio, Bruscantini, Siepi, Ruiz, Gulín, Nucci, Anelli, Berini, Ysàs, Heilbron, Bonisolli, Cerquetti, Berganza, Prevedi, Cantarero, Flórez, Damrau, Tro Santafé, Stroppa, Albelo, Moreno, Camarena o Kunde. -ÓA