Reportajes

'My Fair Lady', de Broadway al Liceu

El Liceu ha programado para este julio otro ejemplo de género lírico que en contadas ocasiones sube a un escenario operístico: un 'musical'

01 / 07 / 2021 - Xavier CESTER - Tiempo de lectura: 6 min

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'My fair Lady' en el Vivian Beaumont Theater del Lincoln Center de Nueva York © Lincoln Center / Joan MARCUS

Así como hace dos cursos el Liceu barcelonés, bajo la dirección artística de Christina Scheppelmann, despedía la temporada con una opereta, también dejó programado como final de fiesta para este mes de julio otro ejemplo de género lírico que en contadas ocasiones sube a un escenario operístico fuera del ámbito anglosajón: un musical.

Una adaptación musical de una comedia de gran éxito de George Bernard Shaw, a su vez basada en un mito clásico, el de Pigmalión, el escultor que vio cómo Galatea, su creación más perfecta y de la cual se enamoró, cobraba vida. Una partitura de gran riqueza melódica que incluye valses y gavotas, escrita para tipologías vocales que se podrían definir como de soprano para la protagonista, acompañada de un tenor lírico para el joven galán, un bajo bufo, e incluso un papel que, salvando todas las distancias, se podría equiparar al Sprechgesang. Con los ingredientes mencionados, podría parecer que se está hablando de una ópera. En absoluto: esta descripción se refiere a uno de los grandes musicals de la historia de Broadway que se estrena en el Liceu barcelonés: My Fair Lady.

La obra es el fruto más célebre de una de las parejas creativas de mayor éxito del teatro musical formada por el compositor Frederick Loewe (1901-1988), nacido en Berlín y discípulo de D’Albert y Busoni, y del libretista y letrista Alan Jay Lerner (1918-1986). Juntos son responsables de éxitos como Gigi, Camelot o Brigadoon. En My Fair Lady, la historia del profesor Higgins empeñado en convertir a Eliza Doolitlle, una florista de Covent Garden, en una señorita de la alta sociedad cambiando su acento cockney por un inglés impecable, con su ambientación en el Londres eduardiano, es perfecta para un compositor que, a diferencia de otros colegas, nunca se sintió cómodo incorporando lenguajes musicales contemporáneos en boga en Estados Unidos, como el jazz o el swing. La música de Loewe siempre tiene un claro anclaje en el Viejo Mundo europeo.

De teatro a la pantalla

El estreno de My Fair Lady en 1956 supuso un éxito fulgurante que se alargó durante 2.717 representaciones, un récord que solo sería superado 12 años más tarde por El violinista en el tejado, El reparto estaba encabezado por Rex Harrison como el temperamental Henry Higgins, un actor de prestigio no precisamente conocido por sus virtudes canoras que encontró en el tono conversacional de las canciones que le escribió Loewe un buen vehículo de lucimiento. A su lado, una joven Julie Andrews como Eliza encandilaba al público neoyorquino con su voz cristalina en el que era su segundo papel en Broadway. Como tantos otros musicals de la época, Hollywood no tardó en llevar la pieza a la gran pantalla, una película de George Cukor realizada en 1964 en la que los opulentos diseños de Cecil Beaton son un festín para la vista. Rex Harrison repitió su papel, pero la productora prefirió como Eliza a una estrella del cine, Audrey Hepburn –doblada en las canciones por Marni Nixon–, que a una actriz aún poco conocida como la Andrews de entonces. Ironías de la historia, aunque My Fair Lady fue la gran triunfadora en los Oscar de ese año con ocho premios, Andrews le birló la estatuilla a Hepburn gracias a su debut cinematográfico en Mary Poppins.

Audrey Hepburn en 'My Fair Lady' de George Cukor

My Fair Lady es una de las cimas de la que se considera la época dorada de Broadway, las décadas de 1940 y 1950. Junto a Lerner y Loewe, otra pareja mítica, Richard Rodgers y Oscar Hammerstein, llevaron el género a un grado inusitado de madurez dramática y musical, mientras que autores como Kurt Weill, Leonard Bernstein, Jule Styne o Frank Loesser contribuyeron de forma determinante a esta renovación, sin olvidar a compositores como Cole Porter e Irving Berlin, que, viniendo de una tradición de comedia musical de carácter más ligero, supieron adaptarse a los nuevos tiempos. Oklahoma!, South Pacific, Carousel, The Sound of Music, Guys and Dolls, Gypsy, Annie Get Your Gun, West Side Story o Kiss me, Kate son algunos de los títulos ya míticos nacidos en esta época prodigiosa, un tiempo en el que los teatros de la conocida como Great White Way también acogían obras de Gian Carlo Menotti o Marc Blitzstein que pueden definirse como óperas de Broadway.

¿Ópera o musical?

A estas alturas, cabe entrar en la siempre quisquillosa disquisición taxonómica: ¿qué distingue una ópera de un musical? En su excelente La comédie musicale. Mode d’emploi, Alain Perroux, el nuevo director de la Opéra National du Rhin, ofrece diversas claves. Por supuesto, la alternancia de diálogos hablados y números musicales no es un elemento determinante, más claro es el factor industrial: los musicals de Broadway (también los de su primo hermano, el West End de Londres) son iniciativas comerciales que deben rentabilizar una fuerte inversión en un gran número de representaciones, de aquí la política habitual de ocho funciones semanales. Los musicals suelen ser también fruto del esfuerzo colaborativo de un equipo muy amplio (productores incluidos), con reescrituras constantes y pruebas antes del estreno. Por otro lado, el musical también está más abierto a los estilos populares de su tiempo, desde el jazz hasta el rock, aunque en las últimas décadas se puede detectar cierto anquilosamiento.

© The Lyric Opera / Todd ROSENBERG

'My Fair Lady' en la Lyric Opera de Chicago

Seguramente uno de los grandes compositores de musicals de los últimos 50 años, Stephen Sondheim, es quien puede traer un poco de luz al asunto. El autor de Follies prefiere el musical a la ópera porque en el primero el canto y la palabra recitada se complementan de forma más fructífera, ya que lo más importante es explicar una historia. En el fondo, quizá la respuesta está en la típica querella, tan operística, sobre qué es más importante, la música o las palabras. Sea como sea, para Sondheim las etiquetas poco importan y todo depende de las expectativas del espectador.

Si los grandes teatros de ópera suelen ser templos del repertorio más consolidado de los siglos anteriores, ¿por qué no dejar espacio también a los clásicos del musical? Los coliseos del ámbito anglosajón no son reacios a programar obras que pueden atraer un público diferente, y así lo ha entendido la English National Opera programando obras como Sweeney Todd con Bryn Terfel o Sunset Boulevard con Glenn Close, o la Opera North. Pero quizá el caso más singular de este repertorio en un templo operístico es West Side Story, de Bernstein, obra archipopular, de nuevo actual gracias a la inminente película de Steven Spielberg que en 2016 subió a escena en Salzburgo con Gustavo Dudamel en el podio y Cecilia Bartoli como una Maria madura, rememorando los sucesos trágicos de su juventud. Así constatamos en este artículo My fair Lady de Broadway al liceu que las intersecciones de géneros siempre dan frutos inesperados.– ÓA