Reportajes

Los inicios de la ópera latinoamericana (II)

Música y teatro en las élites del poder

01 / 11 / 2020 - Antonio EZQUERRO ESTEBAN - Tiempo de lectura: 4 min

Print Friendly, PDF & Email
El más remoto de los escenarios americanos, el Teatro Amazonas de Manaus (Brasil) © Alexinaldo Granela Borja

Hablar de los inicios de la ópera en el continente americano es hablar de un fenómeno importado, europeo, llevado allá como manifestación cultural de quienes se asentaron en un nuevo mundo todavía por descubrir. En el capítulo anterior se explica el auge de la ópera en Europa, su llegada a España y su posterior desembarco en América, con los primeros ejemplos criollos estrenados en Perú (La púrpura de la rosa) y México (La Parténope).

Entretanto, en Europa, triunfaban algunas óperas de temática americana como muestra de exotismo ante sus audiencias: Montezuma, musicalizado por Vivaldi, Carl Heinrich Graun, Francesco de Majo, Paisiello, Antonio Sacchini, Zingarelli; La conquista del Messico (1770), de Mattia Vento; Fernando nel Messico, de Giuseppe Giordani; Fernando in Messico (1797), de Portogallo; La conquista del Messico (1808), de Ercole Paganini; Fernand Cortez (1809), de Gaspare Spontini; L’eroina del Messico, ovvero Fernando Cortez (1830), de Luigi Ricci… Y lo cierto es, que a poco más que eso, en lo estrictamente operístico, y de forma deplorable, parece que se habría reducido el enorme impacto de todo un continente, percibido –siempre desde una Europa elitista y pagada de sí misma en términos de poder e influencia– como algo periférico.

Vendrían, luego, ya en el primer cuarto del siglo XIX, nuevos títulos de óperas americanas (anónimas o de autores poco conocidos, además de ocultas entre mil títulos fundamentalmente italianos), aunque seguramente hayan dejado mucha menos huella en el mundo actual y globalizado, por otro lado todavía tan tendente al fetiche de coleccionar datos, fechas y nombres: dos piezas cómicas breves, perdidas, de Manuel Arenzana, estrenadas en el Coliseo Nuevo de México en 1806; América y Apolo (La Habana, Teatro Principal, 1807), con libreto del cubano Manuel de Zequeira (1764-1846) y música de autor desconocido; Le due gemelle (primera ópera compuesta y estrenada en Brasil; texto perdido; Río de Janeiro, Teatro Regio, 1809), de José Mauricio Nunes Garcia; tres obras anónimas, que se estrenaron en el Teatro Principal de La Habana; Los gemelos (México, Coliseo Nuevo, 1816), del español Manuel del Corral; tres óperas del italoespañol Stefano Cristiani, representadas en el Teatro Principal de La Habana; el melodrama heroico México libre, de José María Bustamante, que, junto a otras dos óperas de Steffano Cristiani, se estrenaron en el Coliseo Nuevo de México; Quien bien ata, bien desata (La Habana, Teatro Principal), del español José Serrano; y Fátima y Zelima o Las ilustres prisioneras (La Habana, Teatro Principal), del español Manuel Antonio Cocco.

Desde entonces, lenta, pero de manera paulatina, la ópera comenzó a abrirse paso en un continente, poco a poco criollo e independiente, y progresivamente algo más deslindado de la metrópoli europea. Los dirigentes, mayoritariamente descendientes de europeos, gustaban de emular cuanto se hacía en las cortes y salones aristocráticos de París, Milán o Venecia –en unas sociedades civiles cada vez más laicas, hijas del espíritu revolucionario de “égalité, liberté y fraternité”–, y para ello, no reparaban en gastos, construyendo nuevas salas de música adecuadas a tales celebraciones, contratando compañías que llegaban en gira durante la temporada (organizada todavía atendiendo a las imposiciones del calendario litúrgico, que obligaba a descansar las representaciones durante Cuaresma y Semana Santa, y a promover la composición de nuevas óperas, de nuevos espectáculos, con los que satisfacer una demanda en auge y que crecía de manera exponencial).

El Gran Teatro Alicia Alonso de La Habana (Cuba)
Interior del Teatro Municipal de Santiago de Chile, inaugurado en 1857 © Ópera Nacional de Chile
“El Teatro Principal de La Habana fue el primero construido en América para la ópera”

Surgirían así nuevas salas, como el Teatro Principal de La Habana (1776), que fuera el primer teatro construido para la ópera en América (hasta que dicha preeminencia pasara al de Baltimore en 1793), inaugurado para conmemorar el descubrimiento de la isla con la Didone abbandonata, con libreto de Metastasio y compositor no identificado (12 de octubre de 1776); el Teatro Tacón de La Habana (que era el más grande y lujoso de América y el tercero más grande del mundo, tras La Scala de Milán y la Ópera de Viena), integrado desde 1914 en lo que sería el actual Gran Teatro de La Habana; el boliviano Teatro Municipal de La Paz; el Teatro Solís de Montevideo (inaugurado con Ernani de Giuseppe Verdi); el Teatro Municipal de Santiago de Chile (también inaugurado con Ernani); el Teatro Nacional de Sucre, en Quito; el Teatro Colón de Bogotá, (inaugurado para el cuarto centenario del descubrimiento); el Teatro Amazonas, de Manaos (con su primera representación, La Gioconda de Ponchielli, en 1897), el Teatro Nacional de Costa Rica, en San José (inaugurado con el Faust de Gounod); y ya de los primeros años del siglo XX, el Teatro Juárez, de Guanajuato, México (construido desde 1872 e inaugurado con Aida de Verdi); el Teatro Alberto Mara­nhão, de Natal, Brasil (construido desde 1898, y reinaugurado en 1912 con la opereta vienesa Princesa dos dólares, de Leo Fall); el Teatro Nacional de Venezuela, en Caracas (inaugurado con la zarzuela El relámpago, de Francisco Asenjo Barbieri); o el Teatro Colón de Buenos Aires (construido desde 1888 e inaugurado en 1908).

Como puede verse tras estos listados, los compositores americanos, y sus obras, innumerables, iban a diversificarse y esparcirse por un amplísimo territorio, hasta alcanzar un entramado complejo, de consumo fundamentalmente local, pues aunque dejara numerosísimas muestras del fecundo intelecto americano, pocas veces llegó a ser conocido e influyente en el panorama europeo. Hoy, sin embargo, la nueva globalidad reivindica la importancia de aquellas producciones, y reclama un espacio para las mismas, en las abarrotadas agendas de fechas, datos y nombres, casi todavía en exclusiva europeos, pues, entre acervos tan sumamente amplios como los americanos, hay mucho por conocer, redescubrir, y disfrutar. -ÓA