Reportajes
La histeria de la ópera VI: Músicos y enfermedades. Tabaquismo y conjeturas
Bizet, Gayarre, Caruso o Puccini son ejemplos de artistas líricos cuya salud acabó siendo minada por la adicción al tabaco
Los héroes musicales sufrieron sin poder evitar la condición de vulgar mortal, para alivio de todos. Sí, eran humanos. De Purcell a Puccini, pasando por numerosos genios de la lírica, el final de los operistas podría protagonizar cualquiera de sus fantasiosas creaciones para el teatro.
La muerte de Henry Purcell (1659-1695) sigue siendo uno de los bulos más conocidos de la historia de la música. La leyenda se extendió un siglo después del fallecimiento del creador de la ópera inglesa, cuando John Hawkins publicó en 1776 A General History of the Science and Practice of Music.

Henry Purcell
El astuto escritor afirmaba que Purcell había muerto de una complicación producida por un resfriado que se habría provocado cuando la esposa del músico le obligó a dormir a la intemperie. Siempre según Hawkins, el singular castigo se lo habría llevado Purcell por su afición al alcohol; al final de sus días había bebido tanto que, más que incinerarlo, lo flambearon. Otro literato juraba que un chocolate envenenado habría sido la causa que había provocado la muerte del músico. En cualquier caso, el propio Purcell redactó su testamento el último día que vio la luz, y hablaba de un agravamiento producido por una enfermedad anterior, hoy por demostrar, lo que tira por tierra las otras versiones. En el mismo libro, Hawkins relataba cómo el compositor y clavecinista Johann Schobert (1735-1767) murió, junto a su mujer e hijos, por haber ingerido setas venenosas que resultaron ser excrementos de sapo. Ahí Hawkins ganó el premio a la mejor ficción de terror. Deberían rebautizarlo y llamarlo Haw-King.

Georges Bizet
Tampoco Georges Bizet (1838-1875) se escapa de las conjeturas sobre su muerte. Entre las diferentes versiones –incluida la poco creíble del suicidio–, se incluyen un aneurisma en la aorta, fiebre reumática, un infarto y pericarditis. Los constantes cambios de humor y su naturaleza depresiva, además de las malas críticas tras el estreno de Carmen, pudieron acelerar su muerte. Además de ser un fumador empedernido, Bizet realizaba jornadas de trabajo intensivas, sin descansar lo suficiente. Minado por el agotamiento físico y emocional padecido tras el fracaso de su obra maestra, el compositor decidió tomarse un respiro en forma de vacaciones, y se lanzó a nadar al Sena. El día siguiente, afectado de fuertes dolores y fiebre, guardó cama y sufrió un infarto que, tras diferentes complicaciones, le llevaron a la muerte en la plenitud de la vida. En su multitudinario funeral, se interpretaron arias de Carmen, la ópera que lo encumbraría una vez muerto, y que tan maltratada fue por la prensa de la época.
Curiosamente, fue con una ópera también de Bizet con la cual Julián Gayarre (1844-Madrid) acabaría sus días. El 8 de diciembre de 1890, el magnífico tenor de Roncal actuaba en el Teatro Real como Nadir de Les pêcheurs de perles en versión italiana. Al afrontar la romanza, Gayarre mostraba signos de cansancio y tuvo problemas con los agudos. Aun así, y desoyendo los consejos de los presentes, el tenor aguantó hasta el final de la función. La hipótesis más defendida es que Gayarre se había contagiado de la gripe, epidemia que entre 1889 y 1890 causó medio millón de víctimas: entre diciembre de 1889 y enero del año siguiente; solo en Madrid, se superaron los seis mil muertos. El día en que a Gayarre se le quebró la voz, los fallecimientos en la capital española ascendían a doscientas personas. La gripe derivó en una afección pulmonar grave, y el tenor murió pocos días después. El análisis de la laringe de Gayarre –que donó al museo del Teatro Real–, mostró indicios de un tumor cancerígeno que, posiblemente en unos años, hubiese acabado con su carrera y con su vida.
Otros dos grandes fumadores
Enrico Caruso (1873-1921) era también un fumador obsesivo, que consumía hasta dos paquetes diarios. Los primeros síntomas graves de su enfermedad aparecieron en 1920, cuando el exitoso tenor sufría tos, cefaleas, insomnio y dolor agudo en el costado. El 8 de diciembre, después de quebrársele la voz al interpretar «Vesti la giubba», su médico particular, el doctor Horwitz, le diagnostica una neuralgia intercostal, y le propone afrontar el segundo acto de Pagliacci con corsé. Tres días más tarde Caruso interpreta L’elisir d’amore; antes de iniciarse la función, tose con sangrado. Aunque su esposa le pide que no cante, Caruso igualmente sube al escenario. En el primer acto, la tos mancha de sangre su ropa y el público queda horrorizado. Horwitz le tranquiliza diciendo que sangra por la rotura de una vena de la lengua. Pocos días después, debido a los fuertes dolores del costado, se cancelan las funciones por un ataque de lumbago. A falta de un diagnóstico certero, se le inmoviliza el tórax con un corsé y le anuncian que puede seguir cantando, lo que provocará todavía más consecuencias perniciosas a su delicado estado.
Caruso se sometería después a diferentes tratamientos que no harán sino empeorar su salud, los cuales le causarán un intenso sufrimiento. Entre los diagnósticos conjeturados actualmente –a un siglo de su muerte–, se incluyen pleuresía, neumonía, cáncer de pulmón y una sepsis provocada por una infección en la cavidad pleural, que se extendió al abdomen y al diafragma. Caruso murió en el momento álgido de su carrera, y con todavía mucho que cantar.
También Giacomo Puccini (1858-1924) fumaba en exceso. Diabético y amante del riesgo, el autor de La Bohème –que había puesto en peligro su vida por conducir con exceso de velocidad, circunstancia que le valió unas cuantas multas– moriría también a consecuencia de su afición al tabaco. Los dolores de garganta comenzaron hacia 1920, acompañados de faringitis, anginas y disfonías recurrentes. Cuando se le descubrió la causa de sus males, un cáncer de laringe, se sometió a radioterapia, un método nuevo por aquel entonces que ofrecía una clínica de Bruselas. Sus últimos días fueron una tortura: se le aplicaban agujas radiactivas en el tumor que le provocaron sangrado, y se le practicó una traqueotomía. El 28 de noviembre de 1824 sufrió un ataque al corazón, y murió al día siguiente sin poder acabar Turandot.
Por último, el trágico final del barítono Leonard Warren (1911-1960) parece sacado de una ópera romántica. Siendo uno de los mejores intérpretes de Verdi, Warren actuaba en el Metropolitan de Nueva York en La forza del destino –para los supersticiosos, la innombrable– cuando justo después del recitativo «Morir, tremenda cosa» y de la subsiguiente aria, el cantante murió de repente, en el escenario, y ante la consternación del público presente. La leyenda negra sobre la innombrable ópera verdiana se inició ese mismo día.– ÓA