Reportajes

Histeria de la ópera. Secretos inconfesables (III)

Los excesos

01 / 01 / 2022 - Verónica MAYNÉS - Tiempo de lectura: 3 min

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Giacomo Puccini Giacomo Puccini

Lo dicen las estadísticas: la comida, la bebida, los amoríos y los automóviles son algunos de los placeres más deseados por los humanos. Más placenteros si se gozan en compañía. Y muy peligrosos cuando se sobrepasan los límites, como fue el caso de ciertos compositores y libretistas.

Algunos retratos de Georg Friedrich Händel (Halle, 1685-Londres, 1759) dejan entrever un físico propio de un glotón y amante del buen comer. Uno de los primeros musicólogos de la historia, el compositor Charles Burney, recogió algunas anécdotas relacionadas con sus placeres estomacales. En una ocasión, Händel estaba cenando en su casa junto a otros músicos de la orquesta real. Al poco rato pidió excusas para retirarse a componer; lo encontraron descomponiendo un vino de Borgoña en otra de las estancias. La famosa caricatura que hacia 1749 le hizo su amigo, el pintor Joseph Goupy, presenta al autor de Giulio Cesare tocando el órgano con cabeza de cerdo. Su publicación con el título The True Representation and Character hizo correr ríos de tinta e inspiró dos versiones posteriores anónimas. La de 1754 se tituló The Charming Brute y aparece Händel sentado sobre un barril de vino con el grifo abierto, además de incluir una inscripción de lo más esclarecedora: Extraña figura, pero ¿quién podría pensar que dentro de esta enorme bola de comida y bebida habita el alma de los deseos sublimes y todo lo que armonía inspira?

Théophile Gautier, sobre Rossini: “Está monstruosamente obeso; hace seis años que no ha visto sus pies. El metal de su orquesta tiene resonancias de su batería de cocina”

Idénticas pasiones compartió Gioachino Rossini (Pésaro, 1792-París, 1868) excelente gourmet y gran cocinero, cuyas recetas pertenecen a la alta gastronomía incluso hoy en día. Según cuenta la leyenda, su afición por el vino empezó a los seis años, cuando cataba a escondidas las botellas utilizadas para la misa de cierta iglesia de su ciudad natal. Más tarde su gusto por la buena mesa le llevó a padecer obesidad, como se observa en sus fotografías y en una crónica atribuida a Théophile Gautier: “Está monstruosamente obeso; hace seis años que no ha visto sus pies. El metal de su orquesta tiene resonancias de su batería de cocina”, dirá el poeta francés. El maestro –que se definía como “pianista de tercera categoría y primer gastrónomo del universo”– dejó recetas tan exquisitas como los deliciosos canelones Rossini o sus macarrones rellenos de foie gras trufado, que preparaba con una jeringa de plata diseñada por él mismo y que se subastó tras su muerte. En una misiva que Rossini envió a Paganini con ocasión de un concierto del violinista, decía así: “He llorado tres veces en mi vida. La primera, cuando me silbaron en una ópera. La segunda, cuando paseaba por el lago Garda y se me cayó una cesta con un pavo trufado. Y la tercera, la noche anterior, al oír tocar a Paganini”.

La vida de Lorenzo da Ponte (Céneda, 1749 – Nueva York, 1838) fue cualquier cosa menos aburrida. Por algo fue el libretista, entre otras óperas, del Don Giovanni mozartiano. Mujeriego, libertino, apasionado y amante del escándalo, compartió amistad y aventuras con Giacomo Casanova, siendo expulsado de Venecia por sus méritos varios, entre ellos el del sacrilegio, afición por el juego o coleccionar hijos ilegítimos nacidos de relaciones con mujeres de toda condición. Y siendo sacerdote, por cierto. Sin sacarse la sotana y para ganar unos ducados, Da Ponte amenizaba las noches tocando el violín en un meublé de la Serenissima. Una de sus conquistas, descontenta de sus andanzas, le rasuró la cabeza para que no saliera más de la alcoba. El padre Da Ponte, sin un pelo de tonto –ni tampoco sin mucho de listo– llegó a Viena recomendado por Antonio Salieri y Joseph II lo nombra poeta oficial de la corte. Allá escribe libretos para Salieri, Martín i Soler y Mozart, comenzando una etapa muy fecunda, en todos los sentidos, aumentando de paso la tasa de natalidad vienesa. Tras la muerte del emperador y la ascensión de Leopold II, se publica un libelo titulado Anti da Ponte que provoca su expulsión de Viena. El poeta escapa a Londres, donde vivirá hasta que, lleno de deudas y condenado a vivir bajo su apellido, emigra a Nueva York, donde acabará sus días con material suficiente para escribir sus famosas memorias.

De mujeres y coches

También Giacomo Puccini (Luca, 1858-Bruselas, 1924) fue un apasionado de las mujeres. Y de los coches. Gracias a la fortuna amasada con sus composiciones, pudo tener tantos modelos como quiso, algunos de ellos pagados a precios astronómicos. Puccini se desplazaba en coche hasta para ir a la esquina, y por eso encargó a su amigo Vincenzo Lancia la construcción de un vehículo que le permitiera moverse por zonas montañosas y por los alrededores de su residencia de Torre del Lago. Así nació uno de los primeros todoterrenos, un caprichito que le costó 35.000 liras, unos 300.000 euros actuales. Con sus modelos de última generación, Puccini cosechó no pocas multas y accidentes, aficionado como era a la velocidad y a la conducción temeraria.
Serguéi Prokofiev (Sóntsovka, 1891-Moscú, 1953) también adoraba los vehículos. Gracias a su fama, las autoridades soviéticas le autorizaron que importase un coche Ford, que le causó no pocos disgustos. En una carretera arrolló a dos ciclistas. En pleno centro de la capital, atropelló a una mujer. Yendo con la familia, un choque por su mala conducción les hizo salir despedidos y lanzados al asfalto. Las heridas no fueron muy graves, pero el músico sufrió una lesión en una mano que le impidió tocar el piano durante un tiempo. Y también tuvo que dejar de conducir, por suerte para los moscovitas.
Ígor Stravinsky (Oranienbaum, 1882-Nueva York, 1971) no tenía el menor reparo en reconocerlo: le encantaba el alcohol, y más concretamente el whisky. “Deberían llamarme Ígor Strawhisky”, decía el autor de The Rake’s Progress. En una ocasión, el compositor debía encontrarse con el gran pintor Marc Chagall, para proyectar una posible colaboración artística. Strawhisky había bebido tanto antes de la cita que se quedó durmiendo la mona durante varias horas, dejando a Chagall plantado en el lugar acordado, y con pocas ganas de repetir encuentro. Peor fue la ocasión –narrada por su esposa Vera– en que se emborrachó durante una cena ofrecida en la Casa Blanca. John Kennedy le vio tan indispuesto que le acompañó de la manita hasta el lavabo, para expulsar el exceso de alcohol. Vera se quitó un gran peso de encima, pues Strawhisky pretendía reclamar al presidente la exención del pago de impuestos. Ígor era un reconocido tacaño. Si recibía cartas con sellos sin timbrar, los despegaba para reutilizarlos y no comprar nuevos; copiaba sus partituras él mismo para no pagar copistas y escribía telegramas con el mínimo de palabras para no gastar. Cuando murió Kennedy, esperó a la noche –por ser más barato– para enviar el telegrama de condolencia, y con solamente tres palabras…
Digno de explicar es el caso del compositor Wilhelm Friedemann Bach (Weimar, 1710-Berlín, 1784), segundo hijo del ilustre Johann Sebastian. Su afición por el alcohol le llevó por caminos muy peligrosos, tanto que provocaron la enemistad con su hermano Carl Philipp Emanuel, músico de mayor renombre que Wilhelm. Al morir el padre, Carl Philipp se desplazó hasta Berlín para recopilar los manuscritos originales que custodiaba Wilhelm. Con gran indignación, comprobó que su hermanito los había malvendido para comprar alcohol, lo que provocó la pérdida de más de 70 de las cantatas paternas. Cuando Wilhelm murió, Carl Philipp ordenó que en lugar de incinerarlo le flambearan con la Música para los reales fuegos de artificio de Händel como banda sonora.– ÓA