Reportajes
Franco Corelli, el príncipe de los tenores
En su centenario
Su voz, como su canto, es inconfundible. Como Manrico, Don José, Calaf, Chénier, Cavaradossi, Radames o Maurizio marcó toda una era. La voz de oro de Franco Corelli nacía exactamente hace ya 100 años, el 8 de abril de 1921, y con ella la leyenda.
Lo apuntaba ya Giorgio Gualerzi, uno de los más calificados hagiógrafos que ha tenido el tenor de Las Marcas, y no podría ser más oportuno recordarlo ahora: «1921 fue un año muy notable en materia de tenores. El 2 de agosto moría en Nápoles Enrico Caruso; pocos días antes, y como si quisiera anunciarse la llegada de una nueva generación, nacía en Motta Sant’Anastasia Giuseppe Di Stefano y en el mismo año otro siciliano, Luigi Infantino y un placentino, Gianni Poggi, se asomaban a este mundo, mientras Cesare Valletti esperaría aún al año siguiente. Pero el que amenazaba con desbancarlos a todos ya estaba ahí: Franco Corelli nacía en Ancona el 8 de abril para abrir la marcha».
Bastaría con asomarse a esa ventana tan indiscreta como a veces fiable que es internet para reparar en la huella dejada por Corelli en la fervorosa fauna de sus seguidores y de una crítica menos desabrida que la que él tuvo que soportar en sus días de gloria, huella personificada en un recuerdo que festonea los límites del mito y que ya son muy pocos los que se atreverían a menospreciar. De sus méritos artísticos o de su solvencia técnica podrá opinarse cuanto se quiera. Del impacto y de la insolencia de su siempre bien afinado clarín, ya no.

Procedente de una familia con escasos antecedentes musicales aunque su abuelo Augusto hiciera sus pinitos como tenor y su hermano Aldo apuntara como barítono, Dario Franco Corelli –el primer nombre desaparecería de su identikit profesional– dejaría sus estudios de ingeniería naval para interesarse por el canto a instancias de algunos amigos. A la audición de discos de tenores famosos sucederían un breve período de formación vocal en el Conservatorio de Pésaro tutelado por Rita Pavoni, con la que nunca llegó a entenderse, y unas lecciones posteriores con Arturo Melocchi, quien había tenido a Mario del Monaco entre sus alumnos y cuyas enseñanzas tampoco acabó de asimilar. Corelli decidió formarse por su cuenta y se convirtió en todo un autodidacta, aunque acabó consintiendo ocasionalmente la guía del maestro Ottavio Ziino para preparar su debut y más tarde se apresuraría a aceptar los consejos de Giacomo Lauri-Volpi, tenor al que admiraba y al que visitaría con cierta asiduidad en su residencia de Burjasot para compartir con él una serie de incontri vocali, como él los llamaba, y de un número no menor de opíparas comidas en el restaurante Los Viveros.
Tras participar en un par de concursos de canto en Florencia, el segundo de los cuales se adjudicó, Franco Corelli debutó en Spoleto en 1951 con el Don José de Carmen y en mayo del año siguiente obtendría su primer gran triunfo en la Ópera de Roma con una Adriana Lecouvreur que le emparejaría con una ya casi otoñal Maria Caniglia y que le permitiría incorporarse a la lista de tenores habituales del coliseo de la capital, una relación que duraría hasta 1958 y que no le impediría hacerla compatible con su presencia en otros teatros italianos. Su debut en La Scala de Milán tuvo lugar en este contexto, inaugurando la temporada 1954-55 con el Licinio de La Vestale al lado de Maria Callas y bajo la dirección de Antonino Votto, que también le asistiría en otros títulos programados por el centro lírico milanés como La fanciulla del West de aquel mismo curso, la Aida del año siguiente o en Il Pirata de 1958, de nuevo con la Callas.
La carrera scaligera
En 1959, y entre otras obras, ofrecería en la sala de Piermarini ocho representaciones de Il Trovatore en una de las cuales tendría como compañera de reparto a la soprano coruñesa Maria Luisa Nache. En su carrera scaligera dejarían un recuerdo imborrable sus versiones de Fedora –sigue buscándose con desesperación una posible grabación pirata de aquella función, hasta ahora con resultados negativos– y Poliuto con la Callas, Turandot con la Nilsson, la Battaglia di Legnano que firmó junto a un desaforado Ettore Bastianini o esos Hugonotes en italiano y con muchos cortes pero que pudieron reunir a un reparto que comprendía, además del suyo, los nombres de Joan Sutherland, Giulietta Simionato, Nicolai Ghiaurov y Fiorenza Cossotto.

Como Licinio de La Vestale, en su debut en La Scala
Su compromiso con el público neoyorquino –ver despiece en esta página– dificultó su actividad en Europa y especialmente en Italia, donde solo asomaría con una cierta regularidad en los festivales de la Arena de Verona con ediciones de Aida, Carmen o Ernani recibidas siempre con alborozo por unos espectadores que estaban a dieta de auténtico squillo el resto del año.
En España se le oyó en contadas ocasiones, siempre entre 1957 (Tosca en Madrid y en Bilbao; Carmen en Bilbao y Oviedo, donde también cantó Fedora) y 1959 (Trovatore y Tosca en Oviedo; Aida, Turandot y Trovatore en Bilbao), además de sus únicas prestaciones en el Liceu barcelonés en Tosca los días 4 y 9 de noviembre de 1961 con Luisa Maragliano y Piero Cappuccilli. Diez años más tarde fue anunciado en el Festival de la ABAO, pero en el último momento no compareció y con ello daría la oportunidad de lucirse en el Coliseo Albia a Pedro Lavirgen en los títulos en principio programados para el tenor italiano, una Carmen con Mirella Freni de Micaëla y un Andrea Chénier con un Renato Bruson que sustituía al previsto Gian Giacomo Guelfi. Cinco años más tarde, Corelli se despediría de la escena con una Bohème en Torre del Lago al lado de Adriana Maliponte.
Corelli y su legado
Terminada ya su carrera en los escenarios, Franco Corelli, que tanto había despotricado contra los maestros de canto, dedicaría también parte de su tiempo a la enseñanza. Entre sus alumnos, por cierto, figuraría Andrea Bocelli, que haría del tenor uno de los personajes de su novela más o menos autobiográfica La música del silencio, posteriormente llevada al cine por Michael Radford con el personaje de Corelli confiado nada menos que a Antonio Banderas. Ahí la apostura física tuvo mucho que ver, aunque no fuera este el caso del autor de la obra.

Desde su Aida de 1956 a las órdenes de Angelo Questa hasta la Carmen de 1970 con Anna Moffo que fue pensada como columna sonora para una película que nunca llegó a rodarse, Corelli grabó hasta trece óperas en estudio, con best sellers como la Norma con Callas de 1960, la Carmen de Karajan de 1963 o la Turandot con Nilsson de 1965, aunque no puedan olvidarse otra Aida, ésta con Nilsson y Bumbry, la Tosca de 1966 con la misma soprano sueca y un Fischer-Dieskau tan dramáticamente inteligente como ajeno a la vocalidad del personaje de Scarpia, o los resbaladizos intentos de dar con el estilo adecuado para Faust (1966) o Roméo et Juliette (1968).
Es, sin embargo, en el ámbito del registro privado donde la presencia de Corelli es realmente apabullante, con hasta tres versiones de Norma –la de 1958 con Cerquetti es una pura maravilla– y cinco de Tosca con parejas como Nilsson, Tebaldi o Callas, y ello sin contar con la alucinante versión de Parma de 1969 y los trece segundos de duración de su “Vittoria!”, grabaciones a las que hay que añadir La Vestale y Los Hugonotes de La Scala y la Lucia víctima de sus esfuerzos inmediatamente anteriores en Ernani y Andrea Chénier.

En formato videográfico, donde a la fascinación de su voz puede añadirse su varonil presencia, puede ofrecer Corelli sus versiones de Tosca, Andrea Chénier, Pagliacci y Turandot, además de un puñado de recitales, en uno de los cuales (Corelli in concert), se incluyen dos largas entrevistas en audio a cargo del peculiar vociólogo Stefan Zucker que no tendrán desperdicio para quien pueda entender el italo-inglés del tenor de Ancona.
De la dimensión humana y artística de Franco Corelli se ha dicho y se ha escrito mucho. Entre los libros a él dedicados merecen destacarse los de Marina Boagno (Franco Corelli: Un uomo una voce, Azzali, 1990), Rene Seghers (Franco Corelli, Prince of Tenors, Amadeus 2008) y Giancarlo Landini (L’uomo, la voce, l’arte, Idea Books, 2010), pero las discusiones y las polémicas entre partidarios y detractores podrían recogerse en varios volúmenes de apretada prosa. Si toda una autoridad como Alan Rich podía decir aquello de “Corelli utiliza la ópera para sus fines, que no son aquellos para los que fue compuesta”, opinión que se supone tomó prestada de sus más que probables diatribas para con los registas, muchos otros han roto lanzas a favor de su preeminencia tenoril, desde la famosa frase de Lauri-Volpi (“Corelli será mi heredero”) a las declaraciones de colegas suyos como Carlo Bergonzi, Pavarotti o Mario del Monaco, que nunca ocultaron su admiración por él.
Voz carnosa
Corelli poseía una voz carnosa, oscura de timbre, de proyección espectacular y bendecida por una resonancia única que le permitía mantener un sonido apoyado y cubierto en toda la gama, sin merma de cuerpo en cada uno de los registros, con una extensión que le permitía afrontar los agudos con una solvencia y una brillantez proverbiales y una capacidad para modular las dinámicas de auténtico maestro. Es cierto que había ocasiones en que abusaba del portamento excesivo y no es menos averiguado que su sentido de la responsabilidad le producía un auténtico miedo escénico –se cuenta que en cierta ocasión llamó por teléfono a Pedro Lavirgen en Verona para pedirle que cantara para él unas frases “que no le salían”–, pero su presencia física y su autoridad vocal acabaron imponiéndose siempre. Estudioso constante de la impostación de su voz, es cierto que vivió de ella, pero también que para ella vivió.
El legendario tenor murió en Milán el 29 de octubre de 2003 a consecuencia de una dolencia cardíaca. A su lado seguía su esposa desde 1958, Loretta di Lelio, que por él había renunciado a su propia carrera como cantante y que para él había sido traductora, representante y agente de relaciones públicas. Al conocer la noticia del óbito de su rival y amigo, Carlo Bergonzi dio con las palabras justas en su comentario: “Hemos perdido a uno de los tenores del siglo. Hizo de la seriedad su profesión y su carrera fue una sucesión de sacrificios”. Los colegas suelen saber de qué hablan.
Su reino, el Met de Nueva York
El ápice de los éxitos y de la fama de Franco Corelli se centra en la Metropolitan Opera House neoyorquina a partir de su presentación en su vieja sede el 27 de enero de 1961 con Il Trovatore junto a una radiante Leontyne Price, que también debutaba allí con la misma obra. Con la adición de sus actuaciones en el nuevo local del Lincoln Center, Corelli llegaría a contabilizar allí hasta 19 títulos en 365 representaciones, siendo la última en aquel teatro la del 28 de diciembre de 1974, una Turandot al lado de Ingrid Bjoner. Las cifras, en lo que se refiere a las obras, no son malas, pero en cierta manera la poco imaginativa política de Rudolf Bing en los repertorios que manejaba coartaría la proyección del tenor hacia metas más ambiciosas a las que sus condiciones vocales parecían destinarle. En cualquier caso, su Calaf, su Mario Cavaradossi, su Ernani, su Radames o su Maurizio de Sassonia llenarían de gozo a los neoyorquinos en aquellos años gloriosos. Su única función de Lucia di Lammermoor allí, sin embargo, le dejó insatisfecho hasta el punto de hacerle renunciar a las siguientes de la serie: aquella misma semana había tenido que pechar con cometidos más pesados y aquel fue el precio que le hizo pagar el agobiante día a día del Met.

Junto a Renata Tebaldi, Maria Callas y Leontyne Price (con Rudolf Bing), algunas de sus más celebres compañeras de reparto