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Los estrenos del Teatro Real: El coliseo madrileño sigue ampliando su repertorio con 'Iris' y 'La pasajera'
La pandemia vacía todos los teatros del mundo
La pandemia frustró el esperado estreno, en abril y en el Teatro Real, de una ópera fundamental del siglo XX como es Lear, de Aribert Reimann. Pero se mantienen en cartelera otras dos aventuras estéticas que continúan con la renovación y ampliación del repertorio del coliseo madrileño, Iris de Mascagni y el estreno en España de La pasajera, de Mieczyslaw Weinberg.
Un zepelín ardiendo, unas sombras con reminiscencias de teatro Nō, el ascensor insólito de la amante despechada, un acordeón que desintegra fonéticamente a Onetti o una cúpula de más de veinte toneladas forman parte de los escenarios que arropan los repertorios menos transitados y que el Teatro Real de Madrid propone regularmente en sus temporadas. Óperas olvidadas, compuestas en el siglo XXI o incluso malditas por sus dificultades canoras y de producción, son parte fundamental de la propuesta artística que caracteriza la última década del Real. Y es que no solo de Mimì vive el melómano…
El eslogan final del vídeo que anunciaba la producción de Die Soldaten en 2018 rezaba: “Una experiencia única”. Era una buena forma de resumir (y vender) las virtudes de un tipo de espectáculo que propone viajes a abismos poco turísticos, una síntesis de otra serie de referentes culturales de indudable valor artístico pero de disfrute menos inmediato para los no iniciados. Darles cabida forma parte de la responsabilidad divulgativa de cualquier institución cultural, de corte público o privado, aunque la manera de hacerlo requiera de un presupuesto y visión a largo plazo al alcance de muy pocos.
Desde hace algo más de un siglo la sociedad occidental ha pasado, en lo que respecta a su consumo cultural, de un modelo eminentemente creador a otro repertorista, que mira al pasado y reformula sus paradigmas estéticos sobre un grupo de obras que se repiten en sus teatros, el llamado “canon”. Esto es, en realidad, un mal resumen –siempre parcial y acomodaticio– de lo que depara la historia de la música. Todo lo excéntrico (en el sentido más puro de sus acepciones, “el que tiene un centro diferente”) queda al margen de la escucha sine die. Programar estas obras ajenas obliga a esfuerzos especiales de difusión y divulgación para que la sala llegue a la ocupación necesaria, y también para que el público normalice su presencia más allá de lo anecdótico.
El Teatro Real, como toda institución participada con dinero público, ha mantenido siempre una cuota de vanguardia y recuperación en su repertorio, pero su presencia se hizo más evidente hace cerca de 15 años, con la llegada de Antonio Moral a la dirección artística. El espectro se amplió cronológicamente por ambos lados, abordando la trilogía monteverdiana y parte de la producción de Stravinsky. Pero su mirada se posó con mayor intensidad en dos ausencias de urgente restauración: Händel y Janácek. Seis óperas del primero pasaron por las tablas en distintos formatos durante su gestión, y cuatro del segundo, con alguno de los aciertos más celebrados del coliseo, como en 2008 con esa espectacular Katia Kabanová de Robert Carsen (el mismo regista del ciclo wagneriano en curso).
Lagunas culturales
“La historia accidentada de la institución, que incluye largos períodos cerrada, ha favorecido que haya muchas asignaturas pendientes”, comenta a ÓPERA ACTUAL Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real. “En la época de Antonio Moral se hizo un gran esfuerzo por normalizar en el repertorio las óperas más importantes de Janácek, pero quedaba mucho por hacer con, por ejemplo, Benjamin Britten. Hay todavía un largo listado de óperas pendientes de ser programadas, y en ello estamos. No es, obviamente una cuestión de gusto personal. A mí también me encanta Janácek y en el Liceu programé muchas de sus óperas, solo que creo que en el Real lo que toca hacer es, entre otras cosas, normalizar la presencia de la obra de Brittem. De hecho, se trata también de enriquecer la experiencia personal de la música entre nuestro público. Este es un objetivo fundamental para cualquier teatro con un mínimo de ambición, aunque no siempre coincidan los compositores y las estéticas en las que se tiene que materializar este objetivo. Eso depende de la historia artística de la institución y, sobre todo, de sus lagunas culturales”.
La asunción de esas lagunas siempre tiene algo de incómodo, porque traslada al espectador una responsabilidad individual que conlleva algún grado de falta de interés por los repertorios limítrofes. Para compensarlo, una de las estrategias fundamentales de los teatros es la de despertar la curiosidad del público con una primera interpretación de referencia, que haga justicia a los nuevos patrones estéticos. Bajo ese prisma se puede entender el éxito de este año de Into the Little Hill, de George Benjamin, que se programó en los Teatros del Canal: “La acogida del público ha sido un exitazo que me ha dejado atónito incluso a mí mismo. ¡Hemos tenido que inventarnos una función más porque se habían agotado las entradas!”, comenta el gestor catalán, para matizar de inmediato: “Eso sí, los precios eran los de los Teatros del Canal, no los del Teatro Real”. Pero su éxito va más lejos que la política de precios: tiene que ver también con la búsqueda del escenario adecuado y, por encima de todo, con el fantástico Written on Skin que pudo verse cuatro años antes y que abrió la espita del interés de hoy día en las creaciones de Benjamin. La función de pionero de la escucha de cualquier teatro es fundamental para que la música menos asidua deje de verse como una cuota de relleno evitable.

La producción de Deborah Warner, estrenada en Madrid, ahonda en la naturaleza humana del conjunto de protagonistas de 'Billy Budd'
De hecho, buena parte de los éxitos emblemáticos de los últimos años han tenido que ver más con el repertorio aledaño e innovador que con las nuevas apuestas sobre obras tradicionales. Y no hace falta remontarse al Saint François d’Assise de Messiaen de hace una década. Solo con mirar en las últimas tres temporadas encontramos sobradas pruebas del intento por iluminar el territorio inexplorado: disPLACE, Billy Budd, La ciudad de las mentiras, Le malentendu, Bomarzo, Dead Man Walking, El Pintor, Street Scene, Die Soldaten, Only the sound remains, Je suis narcisiste o incluso La Calisto. “La renovación del repertorio”, explica Matabosch, “es un objetivo crucial del Real, y no tiene nada de nuevo ni original. Cuando se estrenaron las óperas de Verdi hubo resistencias y una oposición explícita por parte de los que consideraban que solo deberían acceder al escenario del Real las óperas de los belcantistas románticos, Mercadante, Bellini y Donizetti. Y fue gracias a que el Teatro Real hizo caso omiso a estas resistencias que se estrenaron las óperas de Verdi, que al tiempo se han convertido en títulos tan del repertorio, o más, que las de los compositores que lo habían precedido. Lo mismo hay que hacer en la actualidad con obras de los siglos XX, XXI y del XVII y XVIII. Para no mencionar las óperas del siglo XIX que han desaparecido injustamente de la programación, como Il Pirata de este curso, que ha acabado siendo un éxito apoteósico”.
En cualquier caso, responsabilidad artística no es sinónimo de factibilidad. Todo proyecto que se aleja del canon es más costoso: “Tienen más riesgo y son más difíciles de encajar en la programación de un teatro con una estructura de ingresos como la del Teatro Real, donde la financiación pública es del 24 por cien, muy por debajo de la de cualquier otro teatro de ópera europeo, con entre el 50 y el 85 por ciento. Además, la circulación de un proyecto poco convencional por otros teatros europeos también es más difícil, desde luego, pese a lo cual el Teatro Real ha logrado sólidos acuerdos de coproducción para casi todos sus proyectos”, concluye Matabosch. “Por otra parte, los cantantes y directores se suman cada día con mayor facilidad. Lo que hoy nos parece una transgresión, acaso se convertirá mañana en lo ortodoxo”.
La actual temporada, ya fuera del estirado y rentable bicentenario, mantenía idéntico nivel de ambición antes de la llegada de la pandemia. Hubo tiempo para poner sobre las tablas una de las óperas malditas, Il pirata, con gran éxito. Tras ello, llegaron Into the Little Hill o la reflexión tecnológica del Three Tales de Steve Reich, entre zepelines, bombas y ovejas clonadas. Tras las costosas cancelaciones de Achille in Sciro y Lear, las siguientes dos paradas del tour por el extrarradio llegarán en mayo y junio de la mano de Mascagni y Weinberg.

Escena de 'Iris' representada en el Holland Park de Londres (2016)
El otro Mascagni
La primera de ellas, Iris, que se ofrecerá en versión de concierto, es uno de los sueños cumplidos de muchos melómanos, pudiendo ver en directo una obra que apenas ha sido grabada tres veces en los últimos 50 años. Mascagni ha visto oscurecida su producción por el fulgor verista de su Cavalleria rusticana, como les ha ocurrido a tantos compositores estereotipados como de una sola obra. Estrenada en 1898 en el Teatro Costanzi de Roma, tuvo un éxito fulgurante que decayó poco después, en parte por la sobreexplotación de lo exótico en posteriores óperas y por la incomodidad que provoca en el oyente. El argumento captura bien la esencia sombría de buena parte de los dramas japoneses clásicos, con la pérdida de la inocencia como centro de la trama. Su protagonista, Iris, es secuestrada y obligada a permanecer en un burdel donde será humillada y repudiada por su incapacidad para entender lo que se pretende de ella. El retorno a las Ítacas de su hogar también le será negado, al descubrirla su padre y repudiarla, lo que la acabará llevando a la muerte.

La soprano Ermonela Jaho será Iris en el Real
La ópera a nivel musical se sitúa en un punto intermedio entre el Wagner de Tristan y el Debussy de Pelléas, buscando grandes arcos melódicos recargados de cromatismos y un paisaje lírico que se abre más a lo simbólico que a lo concreto para radicar un mundo exótico. Hay un búsqueda continua de la audacia –como el famoso arranque del Himno al Sol y la subsiguiente escena–, y un sentido del lirismo que antecede en algunos años a la propia Turandot. En el plano estructural sus tres actos funcionan a modo de crescendo perpetuo, partiendo de un espíritu casi camerístico para cerrar con un nuevo coro. Tal vez el punto menos acertado de la ópera resida en el libreto, a cargo de un Luigi Illica que no consiguió un texto tan redondo como acostumbraba en su intento de acercarse a los personajes de manera sucinta, respetando el misterio connatural. Comparada con su posterior creación japonesa, la Madama Butterfly pucciniana, Iris no dejar de aparecerse como un boceto.
Joan Matabosch defiende la presencia de la obra en la temporada: “Iris es en lo musical una soberbia partitura, aunque también una pieza dramáticamente débil porque el melodrama que plantea se esconde detrás de una pesada nube de simbolismo, solo comprensible si más allá de lo melodramático se asocia su estética a los aires decadentistas que en la época ya llegaban a Italia desde París y Viena. Funciona mejor cuanto más alejada la podamos situar de la estética verista y más la veamos como una auténtica ópera Art nouveau. En concierto, es una auténtica fiesta que anticipa al último Puccini, con un melodismo impresionantemente rico. Su rol protagonista es un vehículo idóneo para una artista descomunal como Ermonela Jaho, que no por casualidad también es una de las mejores intérpretes de Madama Butterfly”.
Itinerario del horror
Un descarnado relato que hace de la tortura cotidiana Eduardo Galeano bien puede resumir el argumento de base de La pasajera, de Mieczyslaw Weinberg, una de las óperas más sobrecogedoras del último tercio del siglo XX, y que llegará en junio al Teatro Real: “Y cada día, a las seis en punto de la tarde, el torturador se secaba el sudor de la frente, desenchufaba la picana eléctrica y guardaba los demás instrumentos de trabajo. Entonces se sentaba junto al torturado y le hablaba de sus problemas”.
La trama de La pasajera se desarrolla en un barco que traslada a una pareja alemana a Brasil, y en el cual Liese, antigua carcelera de Auschwitz, cree reconocer a una de las prisioneras polacas de aquellos tiempos sombríos. El fantasmal encuentro despierta la conciencia adormecida de quien participó en la barbarie y eludió su parte de responsabilidad, aunque ello conllevara un fuerte coste moral.

La impactante producción de Pountney del Real se ha visto también en la Florida Grand Opera
Lo llamativo de la ópera de Weinbergal, más allá de su elocuencia musical, es la elección de puntos de vista: es un itinerario del horror desde la experiencia del torturador, pero limitando el maniqueo tópico del mal absoluto para trocarlo por una especie de huida por un laberinto en el que no habita monstruo alguno. La cuestión final, de haberla, es tan trascendente como incómoda: ¿una maquinaria cruel hace crueles a todos sus engranajes?
“Durante la ópera no se sabe realmente si se trata o no de la prisionera”, reflexiona Matabosch, “porque su presencia es espectral, pero la angustia que siente Liese al cruzarse con ella hace que salgan a la luz los recuerdos del sufrimiento humano que ha presenciado y con los que ha colaborado de alguna manera. Weinberg explica la trama a través de los ojos de Liese y esquiva la tentación de describirla como una especie de encarnación del mal. Es un personaje complejo, que colaboró con lo indecible pero que sufrió por sus dudas sin aceptar la responsabilidad de las atrocidades que ha visto. Nos es imposible empatizar con ella, pero que dista mucho de ser un monstruo. La obra lanza al espectador una pregunta profundamente incómoda que explica por qué era inimaginable que se estrenara en la Unión Soviética en la época en que se compuso: ¿Qué hubieras hecho tú en aquellas circunstancias? La ópera es de una intensidad sin tregua y de una belleza musical comparable a las mejores óperas rusas y polacas de la historia. En el Real la dirigirán David Afkham y David Pountney, y estará servida por un reparto colosal con Amanda Majeski, Leigh Melrose, Daveda Karanas, Anna Gorbachyova y Aigul Akhmetshina, entre otros. Todo un acontecimiento”.
La pasajera será la última parada en el repertorio infrecuente de la temporada, y su presencia estará rodeada de Traviatas, como parte del complejo sistema de equilibrios del Real. ¿Y para los siguientes años? “Dependemos de que las circunstancias permitan disponer de coproductores, equipos artísticos y cantantes que garanticen la máxima calidad”, concluye Matabosch. “Y, además, la aprobación de la programación tiene un protocolo que hay que seguir. Pero faltan muchos deberes por hacer. Esto no ha hecho más que empezar”. ÓA
Conferencia sobre 'La Pasajera' (Chicago 2014) con motivo del estreno en EE.UU.
Aquel Japón perdido

Imagen promocional de 'Iris' de Mascagni
Son muchos los títulos que durante los últimos años han recorrido el exótico oriente en el Real; tres de ellos han recalado en ese Japón bello y añorante que describían los poetas del haiku tradicional y los narradores neo-sensacionistas de mitad del siglo XX. Caprichosamente, las tres vieron la luz en tres siglos distintos: Iris de Mascagni (siglo XIX), Madama Butterfly de Puccini (XX) y Only the Sound Remains de Saariaho (XXI). En común tienen su forma de trabajar los prototipos occidentales de lo que el Japón clásico significa. Iris y Cio-Cio-San representan, al menos en sus inicios, esa inocencia de superficie que no sabe lo que esconde en las profundidades, siguiendo esa idea del Elogio de la sombra de Tanizaki, en el que lo bello “no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros”. El choque entre la inocencia y la tradición (Iris) o su contrario (Butterfly) sirven de base para un análisis de lo que la sociedad exige al individuo. También en Only the Sound Remains, Ezra Pound y Ernest Fenollosa, los autores del libreto, intentaban acercarse al teatro Nō con toda su carga de drama aristocrático y sus personajes encerrados en la melancolía del ayer. Toda nuestra percepción del exótico Japón, la misma que se traslada al escenario del Teatro Real, ha venido marcada por una idéntica dialéctica del abandono, en la cual los personajes bailan sus vidas lentamente ocultando los torbellinos que definen sus últimas horas. Resulta llamativo hasta qué punto esa visión ha permanecido prácticamente inalterable con independencia del lenguaje artístico que la acoja, desde Lo bello y lo triste de Kawabata en literatura hasta Lost in Translation de Sofia Coppola en cine. Cada viaje (parcial y occidentalizado) a aquel Japón inexistente no deja de ser un billete para el batiscafo que explora nuestros precipicios. * M. M.
Adolescencias incurables

Joan Matabosch director artístico del Real
Son muchos los títulos que durante los últimos años han recorrido el exótico oriente en el Real; tres de ellos han recalado en ese Japón bello y añorante que describían los poetas del haiku tradicional y los narradores neo-sensacionistas de mitad del siglo XX. Caprichosamente, las tres vieron la luz en tres siglos distintos: Iris de Mascagni (siglo XIX), Madama Butterfly de Puccini (XX) y Only the Sound Remains de Saariaho (XXI). En común tienen su forma de trabajar los prototipos occidentales de lo que el Japón clásico significa. Iris y Cio-Cio-San representan, al menos en sus inicios, esa inocencia de superficie que no sabe lo que esconde en las profundidades, siguiendo esa idea del Elogio de la sombra de Tanizaki, en el que lo bello “no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros”. El choque entre la inocencia y la tradición (Iris) o su contrario (Butterfly) sirven de base para un análisis de lo que la sociedad exige al individuo. También en Only the Sound Remains, Ezra Pound y Ernest Fenollosa, los autores del libreto, intentaban acercarse al teatro Nō con toda su carga de drama aristocrático y sus personajes encerrados en la melancolía del ayer. Toda nuestra percepción del exótico Japón, la misma que se traslada al escenario del Teatro Real, ha venido marcada por una idéntica dialéctica del abandono, en la cual los personajes bailan sus vidas lentamente ocultando los torbellinos que definen sus últimas horas. Resulta llamativo hasta qué punto esa visión ha permanecido prácticamente inalterable con independencia del lenguaje artístico que la acoja, desde Lo bello y lo triste de Kawabata en literatura hasta Lost in Translation de Sofia Coppola en cine. Cada viaje (parcial y occidentalizado) a aquel Japón inexistente no deja de ser un billete para el batiscafo que explora nuestros precipicios. * M. M.