Historia de la Ópera / Zarzuela
ÓA 234. Historia de la Ópera XLI. Nacionalismos añorados desde América
La historia y los protagonistas del género
La evolución del género operístico en la primera mitad del siglo XX estuvo muy condicionada por los conflictos bélicos. En ese periodo los destacados autores bien diferentes entre sí se vieron forzados al exilio estadounidense por la invasión nazi, Martinu y Korngold. Lejos de su patria se sirvieron de los pentagramas para expresar sus infortunios, dejando como herencia un legado ecléctico pero que no renuncia a la conciencia nacional.
La carrera musical de Bohuslav Martinu (Policka, 1890- Liestal, 1959) se inició con el violín, instrumento que le valió un puesto en la Orquesta Filarmónica Checa hasta que en 1923 ganó una beca para completar sus estudios de composición en París. En la capital francesa coincidió con otros muchos creadores de su generación provenientes de media Europa, como Arthur Honegger o Igor Stravinsky, además de otros artistas que finalmente pasaron a conformar el grueso de la vanguardia internacional en el campo de la estética musical. En esa atmósfera multicultural se forjó el lenguaje que caracterizaría a Martinu como compositor, un estilo que, sin renunciar a los ritmos y melodías propios de la música checa, incluía elementos europeos contemporáneos –como el Neoclasicismo, el Surrealismo y el Impresionismo– y otros propios del pasado –como el contrapunto barroco–, un tejido creativo al que se añadiría posteriormente acentos del jazz americano.
Su debut en el género lírico llegó en 1928 con El soldado y la bailarina, ópera cómica en tres actos con libreto de Jan Löwenbach compuesta durante su estancia parisina y estrenada en el Teatro Nacional de Brno. La representación pasó sin pena ni gloria, seguramente por la falta de experiencia del autor y por su excesiva preocupación por destacar en un género que presentaba influencias variopintas que no cuajaban en un lenguaje personal. En esas fechas Martinu compuso también Las lágrimas del cuchillo, una ópera en un acto con libreto de Georges Ribemont-Dessaignes con la que el compositor investigaba en la búsqueda de un lenguaje que incluía las tendencias divergentes de la vanguardia parisina, con especial identificación con el movimiento dadaísta.
En Las lágrimas del cuchillo se aprecia la voluntad de experimentación de Martinu, que opta por la alternancia entre texto cantado y hablado, la utilización del acordeón, de una orquestación colorística, de una tonalidad ambigua y del uso de la disonancia como recurso expresivo. La ópera fue rechazada por los teatros y el estreno se pospuso hasta 1969, cuando se presentó en Brno.
A pesar de la tímida acogida de sus creaciones, el compositor checo no cejó en su empeño de dedicarse al género lírico. Como muestra, sus óperas radiofónicas –encargadas para la Radio de Praga–, o la ópera cómica surrealista Alejandro bis, que debía estrenarse en la Exposición Universal de París de 1937.
'Julietta', el triunfo
Pero la fortuna definitiva en el repertorio lírico le llegaría un año después, con Julietta o el libro de los sueños, ópera en tres actos con libreto del propio autor basado en la obra homónima de Georges Neveux, autor emparentado con el movimiento surrealista y con quien el músico colaboraría en más ocasiones. En la obra, Michel, el protagonista, llega a una extraña ciudad –cuyos habitantes parecen no tener recuerdos– con la esperanza de reencontrar a Julietta, a quien conoció en otra ocasión, y que es la única que supuestamente le recuerda. La frontera entre el sueño, el deseo, la imaginación y la realidad no existe más que en la música, con escenas y números cerrados, influencia sonora de Stravinsky y un canto de dicción y recitado teatralizados.
Julietta muestra a un Martinu ecléctico dueño de excelentes recursos teatrales y escénicos, tal como se aprecia en la hermosa escena del bosque del segundo acto: el contraste entre la realidad –con música de influencia francesa– y la evocación onírica –plena de sonoridades pertenecientes a la tradición checa– hipnotiza al oyente hasta llevarlo a un final sin resolución, que disuelve el límite entre sueño y realidad.
En 1945, el optimismo por la liberación de Checoslovaquia se manifestó en su Cuarta Sinfonía, enmarcada en la tradición de Dvorák y Smetana, y con una atmósfera positiva de fuerte sabor bohemio. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Martinu recuperó el contacto con Europa, aunque tuvo que renunciar a una cátedra de composición en el Conservatorio de Praga al sufrir una caída que le provocó una grave amnesia. Tras conseguir la nacionalización estadounidense en 1952, Martinu regresó a Europa instalándose en Roma, Niza y Basilea, ciudad esta última en la que finalizó sus días, no sin antes ofrecer nuevas creaciones operísticas. De entre ellas destaca sobre todo La pasión griega, escrita entre 1954 y 1957, obra que el autor revisó tras ser rechazada por la Royal Opera House de Londres. La pasión griega –en cuatro actos y con libreto de Martinu basado en la obra homónima de Nikos Kazantzakis– describe la historia de una comunidad griega cuya tranquilidad peligra con la llegada de unos prófugos, lo que provoca situaciones de peligroso fanatismo religioso y de racismo. Debido a su muerte, Martinu, que había experimentado en sus propias carnes la persecución y el exilio político, no pudo ver representada la ópera, siendo estrenada póstumamente en Zúrich en 1961.
Korngold, eclecticismo al poder
También Erich Wolfgang Korngold (Brno, 1897-Los Ángeles, 1957), figura clave en la estética multiforme del cambio de siglo, desarrolló su carrera en el exilio debido a su ascendencia judía. Niño prodigio, con apenas once años fue aceptado como alumno de composición de Alexander von Zemlinsky, siendo admirado por Mahler, Puccini y Richard Strauss. Korngold cosechó grandes éxitos con sus primeras incursiones en el género camerístico y sinfónico, además del operístico. A los 23 años, y tras los aplausos logrados con las óperas en un acto El anillo de Polícrates y Violanta, el compositor entra por la puerta grande de la lírica con su éxito más sonado y difundido, La ciudad muerta (Die tote Stadt), ópera en tres actos con libreto del compositor y de su padre, el eminente crítico Julius Korngold (que firmó con el pseudónimo de Paul Schott), ambos basados en una novela de Georges Rodenbach.

Erich Wolfgang Korngold
Estrenada en 1920 simultáneamente en Colonia y Hamburgo, La ciudad muerta supuso uno de los mayores éxitos del momento, muy en la línea de las dos óperas anteriores del compositor, siendo rápidamente incorporada al repertorio e interpretada en numerosas ciudades. La novela corta de Rodenbach había causado sensación desde su primera edición, poniendo en entredicho los valores de la modernidad y el progreso. El escritor situaba a la ciudad belga de Brujas en el eje central de la obra como un reflejo de los estados anímicos y los claroscuros de la psique humana.
En la melancólica ciudad y a finales del siglo XIX, Paul llora la muerte de su esposa Marie, de quien conserva un recuerdo obsesivo conviviendo con numerosos objetos que pertenecieron a su mujer. Cuando conoce a la bailarina y cantante Marietta, queda impresionado por el parecido que guarda con Marie. Entre ambos se desata la pasión, pero la sombra de la difunta está siempre presente. Marietta se burla de los recuerdos fetichistas atesorados por Paul, incluyendo la trenza de Marie, que el viudo utilizará para estrangularla. Al final, todo no ha sido más que un sueño. Los numerosos elementos románticos de la obra de Rodenbach eran el camino idóneo para cristalizar las aspiraciones artísticas que Korngold refleja en su música.
La metrópolis belga funciona como una metáfora del alma muerta de la protagonista, pero también como un lugar inhóspito en el que Paul –el artista– huye debido a la infelicidad que le causa el rechazo que comporta para el arte la sociedad industrial, refugiándose en el recuerdo de un pasado representado por Marie. Korngold se enfrentaba a la vanguardia con una música que recuperaba el lirismo tardorromántico y verista de autores finiseculares, incorporando además recursos dramáticos expresionistas, sin olvidar la belleza melódica belcantista, y partiendo de autores como Mahler, Puccini o Debussy. En La ciudad muerta se representa una obra de Meyerbeer –autor también judío–, un teatro dentro del teatro que sirve de recurso dramático, asimismo presente en la verista ópera de Leoncavallo Pagliacci. La confusión entre sueño y realidad, y el misterioso ambiente de alucinación, crean escenas acústicas en las que Korngold remite a tiempos perdidos, apelando en ciertas ocasiones al Leitmotiv wagneriano, y en otras al canto verista, con un discurso musical sin fisuras. Korngold incluye una orquestación suntuosa de poderosos recursos expresivos –con instrumentos como el xilófono, los platillos, la celesta, el carillón o el tam-tam–, con procedimientos melódicos y armónicos en la línea orquestal de Mahler y de Richard Strauss.
Uno de los puntos álgidos de La ciudad muerta es “Glück das mir verblieb”, la celebre canción de Marietta o Mariettas Lied, que Korngold escribió a los 19 años, siendo uno de los primeros fragmentos de la ópera que compuso. En la escena, Paul ofrece un laúd a Marietta, y ella entona una vieja canción sobre antiguos amores que deben morir, que lleva al protagonista al doloroso recuerdo de su amada. La preciosa canción resume las tendencias de la Viena decadente de finales de siglo y concentra las virtudes expresivas del autor, convirtiendo a La ciudad muerta una ópera onírica que supone la despedida nostálgica de una época y la apertura a la modernidad.
El origen judío de Korngold hizo que el nazismo condenase su música por degenerada, obligándole a huir a Estados Unidos desde mediados de los años treinta hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, período durante el cual desarrollará una espléndida carrera como compositor de bandas sonoras cinematográficas. Sin embargo, su retorno a Viena lo llevará al desencanto tras comprobar que sus obras han pasado de moda y que la vanguardia imperante es incompatible con su estilo postromántico de tintes expresionistas, tildado de reaccionario. Desilusionado y sintiendo que ya no es profeta en su tierra, Korngold regresa a Los Ángeles, donde morirá añorando –como Paul– un glorioso pasado que permanecería en el olvido hasta su merecida recuperación hace no tantas décadas, tal vez por dejadez, o posiblemente por la vergüenza de reconocer y recordar los ominosos estragos de la barbarie nazi.– ÓA
* Verónica MAYNÉS es musicóloga, pianista, profesora y crítica musical

'Die tote Stadt' en su tardío estreno en La Scala de Milán, en junio del pasado año