Historia de la Ópera
ÓA 207. Historia de la Ópera XIV. La ópera después de la Revolución Francesa
La historia y los protagonistas del género
En los albores del Romanticismo, las guerras cambian el mapa político propiciando los nacionalismos. La nueva corriente reacciona ante el racionalismo ilustrado, defendiendo la originalidad, el folclore, la libertad de creación y, por encima de todo, el sentimentalismo, el individualismo y la pasión de las emociones. Alemania aprovechará el camino abierto por el Singspiel para hallar una identidad sonora autóctona, una escisión de la ópera italiana y francesa sin vuelta atrás.
Cuando Ludwig van Beethoven (1770-1827) estrenó Fidelio, la ópera alemana no estaba tipificada. Mozart había sido pionero en la búsqueda de un lenguaje autóctono y había convertido Viena en centro principal de la ópera germánica, pero su formato era italiano de espíritu. Sin embargo sus hallazgos no podían competir con el monopolio ítalo-francés.
El primer acercamiento de Beethoven al género fue en 1803 con Vestas Feuer –El fuego de Vesta–, ópera inacabada con libreto de Schikaneder, cuya música reutilizó para la composición de Fidelio. El genio de Bonn parecía más interesado en la música instrumental: solo un argumento próximo a su espíritu revolucionario podía atraer su interés hacia el teatro musical. La Revolución francesa había propiciado la aparición de libretos sobre la defensa de la libertad y la repulsa a la tiranía, y en Viena se habían representado las llamadas óperas de rescate, en las que el héroe protagonista era salvado en el último momento. Joseph von Sonnleithner escribió el libreto de Fidelio oder die eheliche Liebe –Fidelio o el amor conyugal– y Beethoven se sintió atraído por esta oda a la libertad que presenta la fidelidad amorosa como símbolo de la lucha contra la tiranía. Las prisiones austriacas tenían pésima reputación y ante la censura se evitó toda referencia geográfica y temporal local. Fidelio es un manifiesto contra los presos políticos: la protagonista –disfrazada de hombre– se infiltra en la prisión para salvar a su marido de una condena política injusta. La gestación de la obra fue compleja para Beethoven, llegando a realizar tres versiones y cuatro oberturas diferentes, hasta el estreno definitivo de 1814; el primero, en 1805, fue un fracaso por varias razones: el ejército napoleónico acababa de invadir la ciudad, parte de la burguesía más culta había huido y entre el público había numerosos oficiales franceses.
Fidelio contiene elementos de las óperas revolucionarias francesas y del Singspiel mozartiano presentados en un entorno doméstico con el que se podía identificar la nueva burguesía. La obra sienta las bases del Romanticismo germánico con la orquesta como parte del desarrollo dramático y tratando a los cantantes como un grupo instrumental, concepción sinfónica que adoptarían Wagner y Richard Strauss. Con Beethoven se sucede un innovador lenguaje orquestal que participa en la narración y que describe situaciones y los sentimientos de unos protagonistas inéditos hasta entonces. La impactante aria de salida de Florestan no solo aporta un extraordinario efecto teatral, sino que sienta las bases del futuro melodrama romántico alemán, despidiéndose definitivamente de la cantabilidad italiana. Parte de su éxito reside en que momentos heroicos conviven con escenas de la vida cotidiana en perfecto equilibrio. Los diálogos propios del Singspiel muestran la banalidad del hombre corriente y las grandiosas proporciones sinfónicas de la orquesta y del coro convierten el destino de los personajes en un drama moral universal. Aportes innegables son el cuarteto “Mir ist so wunderbar”, el coro de los prisioneros “O welche Lust!”, la citada aria de Florestan, “Gott! Welch Dunkel hier!”.
La música –y en especial la ópera– era para Beethoven un instrumento para educar a la sociedad. Las ideas de la ilustración habían calado hondo en el maestro y la ópera le servía como método propagandístico del espíritu ilustrado ante la ignorancia, la superstición y la tiranía. De manera significativa, el primer acto finaliza con el momento en el que se permite a los prisioneros disfrutar de la luz del día. Beethoven describe el paso de la oscuridad de los calabozos al aire fresco y a la luz natural con una música que dibuja un arco melódico que nace en los instrumentos graves hasta los agudos con una armonía misteriosa que alcanza proporciones brillantes. La relación entre música y texto es total: cuando habla de las cadenas, la sonoridad es sombría; cuando aparece la palabra Freiheit –libertad– surge un cambio armónico inesperado, que anticipa la ansiada libertad de los protagonistas. El aria “Gott! Welch Dunkel hier!” arranca con una introducción orquestal de gran efectividad y desde el primer compás el oyente comprende la magnitud del calvario de Florestan, su impotencia ante la soledad a la que ha sido condenado injustamente, el miedo ante la incertidumbre –con los timbales marcando la agitación del pulso cardiaco–, y su posterior consuelo al recordar el amor de Leonore, como símbolo de la liberación.
La opción de Weber
Beethoven marcó un antes y un después, no solo por su inmenso corpus plagado de innovaciones visionarias, sino también como prototipo del artista que defendía la libertad creadora como expresión del genio. Siguiendo sus pasos, Carl Maria von Weber (1786-1826) sentaría las bases de la ópera romántica alemana con Der Freischütz –El cazador furtivo–, estrenada en Berlín en 1821, actuando de puente entre la reforma de Gluck y la revolución de Wagner. En Weber se aprecia un deseo de integrar las diferentes artes que confluyen en la ópera, alcanzando un nivel asombroso de unión entre libreto, escena, decorados y música. Hijo de un actor, conocía y cuidaba los elementos escénicos al máximo, realizando numerosos ensayos, creando una compañía estable de solistas, y colocando la orquesta en el foso. En Der Freischütz –estrenada primero como opéra comique y después como Romantische Oper– propuso la unión de la música en un todo, sin la tradicional división entre escenas, recitativos y arias. Compuesta en un momento en el que se aspiraba a la unión política del imperio, la obra se inspira en una fábula tradicional contextualizada en las competiciones de tiro que tanto apreciaban los alemanes. El éxito fue absoluto, favorecido por las connotaciones nacionalistas de la obra: tras la obertura aparece en escena una celebración popular con melodías inspiradas en la música tradicional alemana, el estilo preferido por las nacientes sociedades corales del territorio.
El libreto contenía todos los elementos del Romanticismo más genuino: escenas fantasmagóricas, presencia de la naturaleza salvaje, personajes demoníacos, balas mágicas y un amor por el que competir. La extraordinaria obertura no tiene parangón en toda la historia de la ópera; además de su belleza sonora, es un derroche de fantasía e inteligencia para sintetizar de forma programática todo lo que acontecerá durante la jornada, anunciando algunos de los temas de los personajes principales. Mientras que los primeros compases presentan el inocente despertar del bosque al comenzar el día, progresivamente la música va adquiriendo un carácter sombrío y amenazador, tanto en el ritmo como en la armonía: se acerca la noche misteriosa con sus amenazantes peligros. El bosque es, pues, el verdadero protagonista de esta historia, como reflejo del inconsciente y de sus polaridades. El hombre romántico, consumido por un anhelo inalcanzable, huye del mundo civilizado para refugiarse en la naturaleza no contaminada. Es en el bosque salvaje donde afloran los deseos más ocultos, reprimidos en la agitada vida de las ciudades. Weber define esta polaridad entre el bien y el mal utilizando tonalidades opuestas y complementarias. Agathe, la protagonista –símbolo de la pureza y metáfora de la naturaleza no contaminada–, utiliza la tonalidad mayor y Samiel –el diablo como símbolo de los vicios de las modernas ciudades–, recurre a la tonalidad menor. Max, situado entre los dos mundos y capaz de negociar con las fuerzas del mal para conseguir su objetivo, se muestra ambiguo desde el punto de vista sonoro, pasando de la tonalidad mayor a la menor. El equilibrio de ambas tonalidades es el que dará una cohesión a la ópera nunca antes experimentada.

Los protagonistas de Genoveva, de Schumann, en el Bloomsbury Theatre de Londres, en 2010
Der Freischütz muestra influencias francesas e italianas resultado de los profundos conocimientos sobre el panorama operístico internacional que Weber había adquirido como director de orquesta. Lo francés está presente en la exótica instrumentación, rica en contrastes tímbricos, con especial énfasis en los vientos y en los lugares escénicos codificados para cada grupo sonoro: los trombones y el registro grave de los arcos, para lo demoníaco; las trompas, cuando remite a los cazadores; el clarinete –instrumento muy amado por el autor–, representando la pureza de Agathe… La huella italiana se aprecia en el arco melódico de las arias de la protagonista, de cautivador lirismo poético.
Otra de las novedades de la obra de Weber es el uso de temas relacionados con cada personaje, caracterizados con melodías que se van transformando paralelamente a su evolución psicológica, un proceso que Wagner llevará al extremo. Pero lo que distingue a Weber de sus predecesores y contemporáneos, es su capacidad para describir musicalmente escenas y situaciones: la dramaturgia sonora del descenso a la garganta del lobo, en el segundo acto, con timbres disonantes que traducen la pugna entre el mundo infernal y el terrenal, los efectos atemorizantes que describen lo lúgubre del espacio y el drama que se desencadena con la fusión de cada bala endemoniada –con ruidos de cadenas, ladridos de perros y apariciones fantasmales–, consolidando la ópera romántica alemana y siendo Der Freischütz la ópera que acabará definitivamente con la hegemonía italiana y francesa en los coliseos alemanes de la época.

Retrato de Franz Schubert por Wilhelm August Rieder (1875)
Otras voces
En el ámbito germánico no se pueden olvidar otras aportaciones, aunque su peso en el desarrollo del género fuera de menor trascendencia. Autores como Franz Schubert (1797-1828) o Robert Schumann (1810-1856) dedicaron gran parte de su corpus musical a la voz. Sin embargo, ambos se expresaron mayoritariamente en el lenguaje íntimo y confidencial del Lied, más afín al carácter melancólico y soñador que perfiló sus personalidades. Aunque Schubert escribió cerca de quince óperas –muchas inacabadas o perdidas–, ninguna se estrenó en vida del autor y solo dos de ellas permanecen en el repertorio, Alfonso und Estrella (1822), y Fierrabras (1823). En ambas obras está la personalísima impronta del autor, capaz de alcanzar una perfecta unión entre sonido y palabra en melodías de delicadeza exquisita enmarcadas en escenas muy elaboradas desde el punto de vista dramático.
Hijo de un librero y traductor de los clásicos, Schumann se forjó una cultura extraordinaria entre los anaqueles de la librería paterna, dudando en su adolescencia entre la carrera literaria o la musical. La música venció y una parte de su genio la ofreció a la composición y a la dirección orquestal y la otra a su pasión literaria desarrollada a través de la crítica musical en la revista que él mismo fundó, Neue Zeitschrift für Musik (1834), que milagrosamente sigue en activo. Con libreto de Robert Reinick y del propio Schumann, Genoveva (1850) fue su única ópera. Estrenada contemporáneamente al Lohengrin wagneriano muestra una musicalidad puramente germánica que se aleja de los modelos francés e italiano. Los personajes aparecen bien perfilados musicalmente y la orquesta, siguiendo los modelos de Beethoven y Weber, describe situaciones y sentimientos a través de motivos conductores que se repiten para avanzar la trama al oyente.
Cuesta creer que esta fascinante partitura permaneciese arrinconada desde su estreno hasta que NikolausHarnoncourt –fallecido el pasado año– la resucitara en 1996.– ÓA
* Verónica MAYNÉS es musicóloga, pianista, profesora y crítica musical