Historia de la Ópera

ÓA 206. Historia de la Ópera XIII. La figura crucial de Verdi (II)

La historia y los protagonistas del género

01 / 10 / 2017 - Verónica MAYNÉS - Tiempo de lectura: 4 min

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Una de las óperas más populares de Verdi es Aida. En la imagen, en la Arena de Verona © Arena di Verona

Con Verdi culmina un periodo glorioso del canto y se abren nuevas perspectivas a la escuela italiana. Sin renunciar a la herencia belcantista Verdi reinventó el melodrama italiano creando un nuevo canto di bravura que acentuaba los aspectos dramáticos e incidía en la descripción musical de la trama. Su larga trayectoria testimonia la evolución del género y los cambios sociales y políticos de la Italia decimonónica.

Tras el éxito cosechado con RigolettoIl Trovatore y La Traviata, Verdi fue invitado por la Ópera de París –vivió tres años en la capital francesa– para crear sus nuevos títulos y allí estrenó Les vêpres siciliennes (1855). El contacto con la tradición de la grand opéra fue muy productivo y el maestro traspasó características del género galo a sus propias creaciones. En 1857 escribió Simon Boccanegra para la Fenice, obra de tintes sombríos que trata de la crisis política en la Génova medieval y de las barreras sociales en las relaciones amorosas en la que aplica lo asimilado en Francia. Pero el sello verdiano pesa más que nada, consiguiendo una ópera que destaca por su capacidad de síntesis dramática en la descripción de los celos, la rivalidad, la venganza y la traición, hilos que mueven la acción.

El año siguiente ve la luz Un ballo in maschera, que debía ser estrenada en el Teatro San Carlo de Nápoles. El libreto se inspiraba en Gustave III ou le bal masqué, un libreto escrito años antes por Eugène Scribe que narraba el caso verídico del asesinato del rey sueco en 1792 durante un baile de máscaras en la Ópera de Estocolmo. En una ciudad bajo el dominio borbónico como Nápoles era peligroso llevar a escena un regicidio, y la censura actuó inmediatamente exigiendo cambios que a Verdi le parecieron inadmisibles. Para añadir más impedimentos, en enero de 1858 Napoleón III sufrió un atentado. La dirección del San Carlo cambió entonces el título de la ópera y la pasó a otro libretista para que retocase la trama, provocando un monumental enfado al compositor, que decidió romper su contrato y presentar su creación al Teatro Apollo de Roma, donde la censura era más permisiva. El rey del original pasó a ser un gobernador y la acción se situó en Boston en lugar de Suecia. Los censores quisieron ambientar la acción en la época medieval, pero el autor se negó pudiendo finalmente contextualizarla en el siglo XVIII. Verdi logró una partitura de gran coherencia musical y dramática, marcando la que sería su dirección definitiva: la del melodrama italiano con ciertas afinidades formales con la grand opéra. El maestro utiliza su propio estilo con desenvoltura incluyendo escenas de conjunto que adquieren sentido narrativo y aportan un toque popular, intercambiando melodías orquestales con las vocales, y haciendo que la orquesta se integre en la trama literaria. Tales virtudes se aprecian también en La forza del destino (1862), encargada por la Ópera de San Petersburgo. Destaca la suntuosa orquestación, la carga dramática de las bellísimas arias y la caracterización musical de los personajes, que aquí exponen el canto di bravura verdiano en todo su esplendor. La ópera no acabó de cuajar: los triunfos internacionales de Richard Wagner empezaban a hacer su efecto y la obra se consideró caduca para los admiradores del alemán.

© ROH

El tenor alemán Jonas Kaufmann en su debut como protagonista de Otello en el Covent Garden de Londres.

La traca final

Los años setenta se inician con una obra maestra, Aida (1871), con la que Verdi consigue el ansiado equilibrio entre música y drama, representando una de las cumbres del género operístico y siendo una perfecta simbiosis entre el melodrama italiano y el estilo de la grand opéra, con sus monumentales escenas, cuatro actos y no uno, sino tres ballets. El jedive de Egipto, gran admirador de Verdi, le había encargado una ópera para celebrar la apertura del canal de Suez. El autor no aceptó la propuesta; sin embargo, Camille du Locle –libretista de Don Carlo– le hizo llegar el libreto de Aida, y el compositor quedó fascinado con la historia. El maestro logró aunar admirablemente su sello personal en escenas de gran boato con el intimismo de las acciones sentimentales, recogido en hermosos dúos y arias, de conmovedor efecto expresivo. Verdi estudió a fondo la historia del antiguo Egipto asesorándose por expertos, creando una atmósfera musical especial que describía tanto los escenarios de la época faraónica como los sentimientos contrastados de los tres protagonistas del triángulo amoroso. La orquestación destaca por las sutilezas tímbricas, aportando vehemencia dramática tanto a los cuadros de gran formato como a las escenas íntimas, y con melodías de carácter orientalista inspiradas en la música del periodo faraónico. El autor reviste la trama con una música magníficamente descriptiva, tanto en los paisajes –como en la bellísima escena que describe las aguas del Nilo–, como en los personajes, cuyos sentimientos y carácter se corresponden con melodías concretas, que además agilizan la acción. Tras el arrollador éxito de Aida, el genio había llegado a lo más alto y ya tenía un lugar fijo en el olimpo de los operistas. Por esa y por otras razones, entra en una etapa de silencio que durará alrededor de quince años, solo interrumpida en 1874 por la creación del Requiem.

En las década de los años 70 y 80 del siglo XIX, los compositores franceses habían conquistado los teatros italianos y los dramas wagnerianos cobraban fuerza en todo el continente. El libretista Arrigo Boito, amigo personal de Verdi, insistió hasta convencerlo para que aceptase dos encargos sobre textos de Shakespeare: Otello y Falstaff. Con la primera, escrita en 1887, el compositor buscó una caracterización más trágica de los protagonistas para dar mayor veracidad al original shakespeariano con una declamación realista de la palabra y buscando el equilibrio entre el estilo tradicional y el realismo de los nuevos tiempos. Para no provocar fisuras en el texto, acercó el aria y el recitativo hasta llegar a la completa integración de ambos, logrando así una continuidad admirable que no estaba reñida con la tradición. Todos los componentes de la estructura melodramática se funden en una unidad compacta, acabando con la tradicional división en números cerrados, y renunciando al formalismo que aislaba las arias de los demás elementos.

El retrato que Verdi hace en Otello de los personajes alcanza proporciones conmovedoramente trágicas. La pureza y bondad de Desdemona son descritas con melodías de un lirismo cautivador, sin sofisticaciones en la escritura que puedan violentar la naturalidad de la declamación de un personaje de alma inmaculada. El famoso Credo de Iago es una de las mejores caracterizaciones musicales verdianas, excelente al mostrar la maldad de una mente emponzoñada cuyos celos precipitan la tragedia. El papel de la orquesta es visionario: desde los primeros compases y a lo largo de toda la ópera, el sonido va en concordancia con la evolución psicológica de los personajes, centrándose en la marea de emociones negativas experimentadas por Otello y Iago.

© Wiener Staatsoper

'Falstaff', título que cierra la producción verdiana, en una producción de la Staatsoper de Viena con el barítono italiano Ambrogio Maestri como protagonista

Con Otello, Verdi culmina todas las investigaciones que había dedicado al estudio de la expresión vocal y su efecto sobre el desarrollo y traducción de la trama, alcanzando un estilo dramático pleno de bravura que sintetiza toda la trayectoria operística italiana.

Resulta curioso que Verdi culmine su trayectoria con una comedia, género que no había cultivado desde hacía más de cincuenta años y cuyo único intento, Un giorno di regno, había fracasado estrepitosamente. Con libreto de Arrigo Boito y basada en Las alegres comadres de Windsor y Enrique IV, ambas de Shakespeare, Falstaff, la que será la última ópera de Verdi, narra las peripecias de Sir John Falstaff, un decadente, enamoradizo y alcoholizado caballero viejo y gordinflón que pretende conquistar a dos mujeres casadas para hacerse con la fortuna de sus maridos.

Cae el telón

Estrenada en La Scala en 1893, Falstaff nada tiene que ver con Otello: mientras que ésta contempla las más bajas pasiones del género humano, Falstaff reivindica la diversión sin más, con una música chispeante de ocurrente agilidad. Para describir la historia, Verdi consigue un continuo sonoro que renuncia a los números cerrados –como ya había experimentado en Otello–, con un ritmo trepidante que apela incluso a los recursos de la ópera buffa: personajes inspirados en la commedia dell’arte, identidades y situaciones ambiguas, uso de pertichini o la utilización de los ensemble para subrayar lo absurdo de las situaciones y agilizar la trama.

Verdi corona su contribución a la cuerda baritonal utilizando a un barítono como protagonista, trasunto teatral mordaz y socarrón de él mismo que constituye una reflexión sarcástica de la vejez, y que mostraba la cara contraria a la dramática realidad del incipiente verismo. La orquesta llega a su máximo desarrollo con efectos instrumentales que subrayan la comicidad de la trama, convirtiéndose también en actor protagonista de la comedia.

Falstaff no podía tener mejor colofón que la fuga que cierra la obra y toda la producción operística verdiana. Siendo esta arcaica forma musical –que Verdi nunca antes consideró para sus óperas–, solo se entiende como broma final de un autor que nada tiene ya que demostrar, incólume ante los avances de los nuevos estilos operísticos. Como dicen los protagonistas de la comedia en los últimos compases, “Tutto nel mondo è burla… Ma ride ben chi ride la risata final”: “Todo en el mundo es burla… Pero quien ríe el último, ríe mejor”.– ÓA

* Verónica MAYNÉS es musicóloga, pianista, profesora y crítica musical