CRÍTICAS
INTERNACIONAL
Serebrennikov transforma ‘Der Freischütz’ en una sátira metaoperística
Ámsterdam
Dutch National Opera
Weber: DER FREISCHÜTZ
Nueva producción con la Orquesta del Concertgebouw
Benjamin Bruns, Johanni van Oostrum, Günther Groissböck, Ying Fang, Odin Lund Biron. Dirección musical: Patrick Hahn. Dirección de escena: Kirill Serebrennikov. 12 de junio de 2022.
Una vez al año, la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam, una de las mejores formaciones del planeta, desciende al foso de la Ópera Nacional de Holanda para protagonizar una nueva producción. El título seleccionado en 2022 ha sido una de las piedras fundacionales del Romanticismo musical alemán, Der Freischütz de Weber, en una propuesta inscrita dentro del amplio programa de actividades del Festival de Holanda en su 75º aniversario. El montaje contaba con otro aliciente, la dirección escénica de Kirill Serebrennikov, un creador represaliado por el régimen de Vladimir Putin que, libre pero exiliado, ha podido llevar a cabo su trabajo de forma presencial y no por videoconferencia, como se había visto forzado a hacer en los últimos años.
El director ruso ha adoptado un tratamiento radical de la pieza proponiendo una mirada, entre satírica e irónica, sobre la profesión operística, en concreto sobre los cantantes: sus miedos, sus fobias, sus esperanzas, incluso su vida sexual, son expuestos sin rubor ante el público. Para llevar a cabo su propósito, Serebrennikov elimina los diálogos originales y, conservando todos los números musicales, superpone nuevos textos en inglés y añade, de propina, algunas piezas musicales del espectáculo The Black Rider de Tom Waits y Robert Wilson, basado en la misma historia que la ópera de Weber.
Los que deseaban encontrar la trama del libreto de Friedrich Kind se tenían que conformar con el divertido resumen, ofrecido durante la obertura, tanto en escena como en vídeo, como si fuera un tráiler cinematográfico. A partir de aquí, todo se desarrolla en una fría sala de ensayo (Serebrennikov también firma la escenografía y, junto a Tatyana Dolmatovskaya, el vestuario), que solo gana color sutilmente wilsoniano en las canciones de Tom Waits. Como elemento conductor del espectáculo, enlace entre público y escena, el director introduce un nuevo personaje, The Red One (vestido, efectivamente, de rojo), encarnado con sano histrionismo por Odin Lund Brion.
Pese a lo chocante del punto de partida, de justicia es de reconocer que el montaje está conducido de manera impecable por un Serebrennikov que, sin rehuir algunos tópicos sobre la profesión de cantante, ofrece perspectivas atractivas. Por ejemplo, la contraposición entre la soprano ascendente desencantada ante las limitaciones de su referente, la soprano consagrada temerosa de quedar en un segundo plano. Especialmente remarcable es el servilismo ante el director de orquesta que muestra el bajo que interpreta a Kaspar, quien ha recorrido los siete pasos (como las siete balas) que separan su antigua posición en el coro a su actual estatus de solista al cual no quiere volver. En la escena del Wolfsschlucht, es la batuta la que asume la parte hablada de Samiel, elevándose en un podio móvil como el auténtico amo y señor de todo cuanto acontece a su alrededor. No es el único giro ingenioso de Serebrennikov quien, para subrayar el carácter artificioso del final feliz, hace que este sea impuesto por un espectador descontento.
Para llevar a cabo su propósito, el director pide y obtiene la complicidad de todos solistas, coro y director de orquesta, con un resultado global de innegable impacto que fue celebrado por el público holandés. Sólo queda la cuestión, nada baladí, sobre si el nuevo argumento propuesto por Serebrennikov aterriza como un ovni sobre la partitura de Weber, reducida a una sucesión descontextualizada de números de gran belleza.
Esta sensación hubiera sido probablemente menor con una lectura musical más inspirada. El joven director austríaco Patrick Hahn, sustituto del previsto Riccardo Minasi, limó aristas y contrastes en una versión que ya arrancó con una obertura demasiado plácida. Todo sonaba en su sitio (no en balde, tanto la orquesta como el coro son magníficos) pero sin las dosis de misterio, sin el escalofrío que en muchos momentos pide la música. El homogéneo reparto estaba dominado por un Günther Groissböck superlativo, tanto como un Kaspar de maléficas intenciones (como contraste, hilarante fue la consciente aceleración de la batuta de la sección final de su aria) como un Eremita de rotunda nobleza. Benjamin Bruns fue un Max de melifluos acentos líricos, apropiados para la timorata concepción del personaje (o de su intérprete) que hace la producción, mientras que la voz carnosa de Johanni van Oostrum (Agathe) se complementaba bien con la frescura de Ying Fang (Ännchen). A la primera sólo cabría pedirle una mayor capacidad de dejar flotar los agudos en pianísimo, a la segunda un instrumento más consistente. Michael Wilmering asumió con timbre claro y gran flexibilidad física el doble papel de Kilian y Ottokar, y James Platt fue un efectivo Kuno. Junto al omnipresente Odin Lund Biron, miembros de la Joven Orquesta Nacional de Jazz recrearon las tres canciones de Tom Waits incluidas en este espectáculo tan singular y brillante como discutible. * Xavier CESTER, crítico de ÓPERA ACTUAL
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