CRÍTICAS
NACIONAL
Pelléas: Otro antes y después en la historia del Maestranza
Sevilla
Teatro de La Maestranza
Debussy: PÉLLEAS ET MÉLISANDE
Edward Nelson, Mari Eriksmoen, Kyle Ketelsen, Jérôme Varnier, Eleonara Deveze, Marina Pardo, Javier Castañeda. Dirección musical: Michel Plasson. Dirección de escena: Willy Decker. 22 de marzo de 2022.
En mayo de 2006 se concluyó que el Teatro de La Maestranza había abrazado la adultez cuando programó Lulu, de Alban Berg. La ópera contemporánea había entrado por fin en el coliseo sevillano. Bastante tiempo después, en 2015, se presentó Doctor Atomic, de John Adams, una ópera de gran formato compuesta en el siglo XXI que supuso otro paso de gigante para un coliseo habitualmente receloso de la novedad. Y en 2022 se ha subido un tercer e importantísimo escalón, programando una obra que constituye parte de los cimientos de mucha de la nueva música que iba a alumbrarse en la pasada centuria y que se ha ofrecido por vez primera en Sevilla, solo más de un siglo después de que se estrenara en París: Pelléas et Mélisande, de Claude Debussy. Y aun hoy, cuando se contempla como una obra absolutamente clásica y referencial, se sigue entendiendo la confusión que provocó en su momento; si los vieneses iban a volar por los aires la tonalidad, el francés Debussy hizo también algo menos ruidoso pero igualmente radical: componer pensando en sonidos antes que en notas. He ahí la grandeza y el impacto de una creación cuya concepción iba a ser asimilada como punto de partida por muchos de los compositores que vinieron después.
Toda la obra de Debussy transcurre como en una ensoñación en la que las modulaciones apenas tienen peso; lo cobra en cambio la forma de aplicar el color, la manera de graduar las tensiones y un sentido de la continuidad nunca visto antes en el género. No parece exagerado afirmar que Pelléas continúa siendo una obra contemporánea, lo es incluso muy por encima de ciertos intentos operísticos que se gestan con éxito en la actualidad. Parece difícil, escénicamente, concebir un logro mayor que el que Robert Wilson alcanzó con este título en 1997. Se hubiera deseado verlo en el Maestranza (sí se vio en el Liceu barcelonés), aunque se tiene que reconocer que aquella producción añadía cierta complejidad (por su extremo estatismo) a lo de por sí ya intrincado para un público crecido líricamente en los contornos del siglo XIX. Se tenían ciertas dudas, que se disiparon pronto, respecto de la vigencia de la concepción escénica que Willy Decker ideó para Hamburgo en 1999 y que se ve estos días en Sevilla. El director alemán mima cada una de las 15 escenas de la ópera dotándolas, con muy pocos elementos escenográficos, de un sentido propio que las identifica y crea a través de continuas subidas y bajadas de telón un ambiente minimalista, de un severísimo hieratismo, que convence teatralmente.
El sugerente vestuario que porta Mélisande y la elegante sofisticación del resto es mérito de Wolfgang Gussmann, mientras que la luz, omnímodamente arrebatadora en la escena del castillo, es valor de Hans Toelstede, quien acompasa las visiones de Wecker jugando con torrenciales azules y abismales negros alcanzando momentos de una inspiración sobresaliente, como en la breve escena de la búsqueda del anillo de la protagonista en la fuente. La tragedia de Maeterlinck conquista así, en esta interpretación, un tono de estilizado cuento de época nórdico, más afecto al universo de la literatura de fantasía que al lóbrego e hiperrealista cine contemporáneo de aquella latitud.
El reparto también, como imantado por el nivel de la producción, compareció en estado de gracia. Comenzando por Edward Nelson (Pelléas), una voz romántica y de fervorosa proyección, en cuyo personaje recae quizás la conexión estética más evidente con la ópera decimonónica. De formidable fraseo y hermoso, escolástico, timbre, resultó ideal partenaire de Mari Eriksmoen (Mélisande), quien con el velo de su traje envuelve y arrastra a un infausto destino a Pelléas en un cuadro resuelto con enorme maestría actoral por ambos intérpretes. La soprano noruega, excelente actriz, mostró una emisión limpia y un canto de gran belleza y lirismo que jugó muy bien en el registro medio que, sobre todo, demanda su papel.
Voz de mayor peso y cavernosidad, como así se precisa, la de Kyle Ketelsen, un Golaud de canto de acertado estilo. Un punto forzada en la tesitura se percibió a Eleonora Daveze como el niño Yniold, al igual que una algo empequeñecida (y con exceso de vibrato) Marina Pardo como Geneviève. Bajo resonante, de auténtica vieja escuela y a prueba de papeles como Arkel, se aplaudió mucho el quehacer de Jérôme Varnier. Correcto Javier Castañeda como médico y pastor.
En el foso, la Sinfónica de Sevilla tuvo a uno de los mejores guías posibles en esta obra; desaparecido Pierre Boulez, hoy se hablaría de François-Xavier Roth o del casi nonagenario Michel Plasson, quien ofreció una lección magistral con los pentagramas de Debussy manteniendo siempre un tono inasible, como gaseoso, en el que los momentos se van engarzando mediante una suerte de manchas de color pastel que acaban dando con el punto exacto que precisa la genial obra del francés. * Ismael G. CABRAL, corresponsal en Sevilla de ÓPERA ACTUAL
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