CRÍTICAS
INTERNACIONAL
Un sobrio ‘merveilleux’ impone la luz del mito
Berlín
Staatsoper Unter den Linden
Rameau: HIPPOLYTE ET ARICIE
Barocktage
Anna Prohaska, Magdalena Kožená, Ema Nikolovska, Evelin Novak, Reinoud Van Mechelen, Gyula Orendt. Dirección musical: Simon Rattle. Dirección de escena: Aletta Collins. Concepto visual: Ólafur Elíasson. 7 de noviembre de 2021.
Tercer asalto de los Barocktage 2021 en la Staatsoper Berlin. Después de un frenético inicio con el estreno de Idomenée y la retoma del Orfeo de Frank O. Ghery, el pasado domingo fue el turno de Hippolyte et Aricie, primera tragédie lyrique de Jean Philippe Rameau. Esta vez no hubo sorpresas por lo que hace al elenco: Simon Rattle volvió a convocar a la Freiburger Barockorchester, protagonista absoluta de la velada, y las mismas Anna Prohaska y Magdalena Kožená subieron al escenario para defender los roles de Aricie y Phèdre, como en el estreno de la producción en 2018.
Justificar un revival tan exacto es siempre complicado, pero una producción como la de Rattle al lado de Aletta Collins y del artista Ólafur Elíasson hay que celebrarla siempre. El Barroco pide a gritos el destello y el colorido. El propio género de la tragédie lyrique encontró su lugar en la Francia clasicista de Luis XIV y sus descendientes gracias, precisamente, al merveilleux, el componente espectacular que lo acercaba a la magia del mito y lo alejaba del realismo de los temas históricos reservados para la tragedia hablada. Sacando a relucir sus producciones más vistosas, con imágenes escénicas a cargo de estudios arquitectónicos (Orfeo) o de creación contemporánea (Hippolyte), la Staatsoper quiere rendir homenaje a este peculiar ingrediente de la tradición operística francesa.
No obstante, el merveilleux berlinés lo es solo con matices. Aún y representando una herramienta importante en la recuperación de este repertorio para la escena contemporánea —por su fácil atractivo—, el equipo de Elíasson renuncia a demasiadas oportunidades para hacerlo brillar. Inexplicable es, por ejemplo, la ausencia del monstruo marino en el cuarto acto, que se hace notar en una propuesta llena de humo, luces de sala y destellos. El artista danés propone en realidad una espectacularidad destilada, reducida a su esqueleto: la luz. El juego de luces y espejos es admirable y dialoga a la perfección con las ideas sobre la armonía del teórico Rameau, pero su sobriedad no deja de faltar al mandato estilístico de la tragédie lyrique. Las coreografías de Aletta Collins, dentro de la apuesta segura del ballet neoclásico, tienden a corregir el vacío escénico, aunque los bailarines aparecen desnudos. Muy interesantes fueron, en este sentido, los solos, más cercanos a la danza contemporánea, auténticos homenajes a la tradición tardo-barroca de la silueta.
La controlada espectacularidad visual chocó de frente con un reparto de ensueño. La exploración de todos los registros vocales se debe tanto a la inquietud compositiva de Rameau como —otra vez— al dictado del merveilleux, que en la tragédie lyrique no se suponía solamente visual, sino también sonoro. El tenor belga Reinoud Van Mechelen fue clave en este sentido: su Hippolyte pasó por encima de todo en la velada del domingo; explotando al máximo su timbre aterciopelado, lidió a la perfección con un incomodísimo registro de tenor, al límite con el de contralto. Anna Prohaska, a cargo de su compañera Aricie, no tuvo nada que hacer en los maravillosos dúos del primer acto, aunque hay que decir que la partitura privilegia claramente al papel masculino.
Prohaska brilló con luz propia cuando pudo deshacerse momentáneamente de las cadenas del estilo francés para desenvolverse, más cerca de Donizetti que de Lully, en la pastoral del último acto, “Rossignols amoreux”. Magdalena Kožená impresionó más por su trabajo escénico con el personaje de Phèdre que por su voz, especialmente en el tumultuoso final de la primera parte. Mención especial a Rattle y la Freiburger Barockorchester, que homenajean al quehacer artístico de Rameau con una gran conciencia de conjunto, fruto de un estudio fresco y experimental de las texturas orquestales. Y quizás también al final propuesto por Aletta Collins, que deja un bailarín solo en el escenario, segundos después de la cadencia final, mientras va cayendo el telón. Música y baile, sonido y luz, se deshacen a ritmos diferentes, compañeros anacrónicos en la compleja rendición de lo maravilloso. * Lluc SOLÉS, corresponsal internacional de ÓPERA ACTUAL