CRÍTICAS
INTERNACIONAL
El glamur de Hollywood seduce a Rusalka
Ámsterdam
De Nationale Opera
Dvorák: RUSALKA
Festival de Holanda. Nueva producción
Johanni van Oostrum, Pavel Černoch, Annette Dasch, Raehann Bryce-Davis, Maxim Kuzmin-Karavaev. Dirección musical: Joana Mallwitz. Dirección de escena: Philipp Stölzl y Philipp M. Krenn. 20 de junio de 2023.
La apariencia exterior, la belleza según los cánones imperantes, puede ser una vía de acceso a una realidad distinta, en especial para los que quieren escapar de un entorno deprimente. Es un camino, no obstante, plagado de dolorosos sacrificios y peligros, como bien descubre la protagonista de Rusalka en la nueva producción firmada por Philipp Stölzl (responsable también, con Heike Vollmer, de la magnífica escenografía, así como de la iluminación) y Philipp M. Krenn. Rehuyendo de todo atisbo de disneyficiación de la historia, los dos directores identifican los anhelos de la muchacha con la fábrica de sueños que es Hollywood, subrayando no sin cierta crueldad la distancia abismal entre el mundo sórdido en el que habita Rusalka y el colorido extravagante de una película musical, pero también entre la irrealidad del film y el contrapunto prosaico de un rodaje.
Rusalka es aquí una de las prostitutas al servicio de Vodník, una criatura deshecha y heroinómana que encuentra refugio en las películas que proyectan en el cine que preside una calle neoyorquina de la década de 1950 (aunque el vestuario de Anke Winckler evoca también una época algo posterior para la banda del proxeneta). Su obsesión con el galán protagonista la lleva a querer convertirse en una doble de su exuberante partenaire, tarea que realiza de forma brutal Ježibaba en el sótano de su salón de belleza. Transformada ya en una rubia platino de pechos y labios prominentes, Rusalka consigue atraer la atención del Príncipe, a la vez que los celos de la Princesa Extranjera. La pugna entre las dos mujeres acaba con Rusalka rajando el rostro de su rival y ésta expulsándola sin miramientos del estudio. Muñeca rota rechazada por todos, Rusalka tiene un último atisbo de felicidad en el reencuentro con el Príncipe, pero este pertenece a otro mundo, a la ilusión seductora de las películas a la que regresa, mientras la muchacha queda sola, con la última aguja clavada en su brazo.
La propuesta de Stölzl y Krenn busca conscientemente el choque con las expectativas del espectador (el Canto a la luna se convierte en la preparación de un chute de heroína) a partir de una lectura no exenta de ciertas contradicciones (¿por qué vuelve el Príncipe a por Rusalka?), compensadas por un innegable virtuosismo escénico y una dirección plagada de detalles. Destaca en especial la escena del rodaje, que subraya de forma meridiana la realidad nada glamurosa que se esconde tras la magia de la pantalla que tanto atrae a Rusalka. El principal reparo es que lo que se ve en escena poco tiene que ver con lo que se escucha desde el foso.
Allí donde la producción apuesta por un realismo descarnado, la batuta de Joana Mallwitz exacerba la poesía sonora y el lirismo generoso de la partitura de Dvořák. El penúltimo y más popular título escénico del compositor checo es el vehículo de la visita anual de la Orquesta del Concertgebouw al foso de la Ópera Nacional, en un montaje inscrito en el programa del Festival de Holanda. Evitando excesos bombásticos y atenta a las necesidades de sus solistas, la directora alemana evidencia el influjo wagneriano sobre la obra, aunque sea a costa de diluir un poco los elementos más conectados con el folklore. Poco importa, ya que el rédito es máximo ante la fluidez permanente del discurso y la adecuada caracterización de cada escena. Mallwitz envuelve a su desdichada protagonista con la tersura y la belleza auténticas que no encuentra en escena, haciendo cantar a las maderas de la fabulosa orquesta con una calidez irresistible y extrayendo las sutilezas más delicuescentes en los compases finales.
La entrega vocal y escénica de Johanni van Oostrum es digna de todo elogio, una Rusalka conmovedora de principio a fin, con una voz luminosa, en especial en su tercio agudo; queda la sospecha de que el papel, que requeriría un centro más carnoso y un grave menos endeble, lleva al límite los recursos de la soprano sudafricana, pero su triunfo fue del todo merecido. Pavel Černoch fue de menos a más como Príncipe, llegando a la exigente escena final con fuerzas suficientes y un canto siempre musical, mientras que Annette Dasch aportó dosis industriales de veneno a su exuberante Princesa Extranjera. Raehann Bryce-Davis fue una Ježibaba de recursos opulentos, con cierta tendencia a forzar innecesariamente la voz de pecho, Maxim Kuzmin-Karavaev fue un sólido, aunque algo engolado Vodník, e Inna Demenkova, Eleonora Hu y Maya Gour un ágil trío de ninfas del bosque.
Erik Slik, Karin Strobos y Georgiy Derbas-Richter hicieron lo posible para hacer olvidar que sus personajes no eran ni un guardabosques ni un pinche de cocina ni un cazador, sino integrantes de la bella mentira que es un estudio de Hollywood. * Xavier CESTER, crítico de ÓPERA ACTUAL
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