Diana Damrau contra la inocencia culpable de 'Capriccio'

Múnich

18 / 07 / 2022 - Lluc SOLÉS - Tiempo de lectura: 4 min

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capriccio-bayerische-operaactual (1) Una escena del montaje de David Marton © Bayersiche Staatsoper / Wilfried HÖSL
capriccio-bayerische-operaactual (1) Diana Damrau como Die Gräfin © Bayersiche Staatsoper / Wilfried HÖSL
capriccio-bayerische-operaactual (1) Damrau junto a Michael Nagy como Der Graf © Bayersiche Staatsoper / Wilfried HÖSL

Bayerische Staatsoper

Strauss: CAPRICCIO

Nueva producción. Festival de Ópera

Diana Damrau, Michael Nagy, Pavol Breslik, Vito Priante, Kristinn Sigmundsson. Dirección musical: Lothar Koenigs. Dirección de escena: David Marton. Prinzregententheater, 17 de julio de 2022.

Strauss hasta en la sopa. La Bayerische Staatsoper culminó el pasado domingo, con el estreno de Capriccio, una temporada especialmente escorada hacia la obra del músico bávaro. Tras las reposiciones de Die schweigsame Frau, en enero, y Der Rosenkavalier en mayo, ambas en el Nationaltheater, llegó en julio el turno de la última de las óperas de Strauss —para algunos, la última ópera de la historia— en el Prinzregententheater, maravilla arquitectónica del Jugendstil centroeuropeo. Imposible imaginar un marco mejor para el capricho nostálgico que cierra el catálogo del compositor de Elektra. La velada fue, antes que nada, una celebración desacomplejada del mundo de ayer.

Capriccio, sin embargo, ofrece mucho más que decadentismo y añoranza de tiempos pasados. Ejercicio metaliterario donde los haya, su estrambótico libreto pone en escena la pregunta por supremacía de la música o el texto en la ópera. Sus personajes principales, liderados por una Gräfin sospechosamente cercana a la Marschallin del Rosenkavalier, no hacen nada más que discutir alrededor de esta pregunta. Si hay que destacar un hilo conductor de esta temporada en Múnich, este es sin duda el teatro dentro del teatro, y la auto-referencialidad en la ópera encuentra en Capriccio su súmmum.

"Diana Damrau posee una voz semejante, capaz de superar los fortísimos puntuales de la sobrepoblada orquesta straussiana sin renunciar a un vibrato controlado y cristalino"

Pero Capriccio es también, verdaderamente, un capricho, un caramelo lírico como hay pocos. Y tiene todo el sentido del mundo programarlo después de Der Rosenkavalier; Strauss no abandonó nunca más el estilo conseguido en esta ópera, sino que se dedicó a explotarlo y a perfeccionarlo. La recuperación de las arias y de los números de conjunto, siempre en deuda con Mozart, pero sin olvidar la experiencia wagneriana, pide voces potentes y al mismo tiempo altamente flexibles. Diana Damrau posee una voz apta, capaz de superar los fortísimos puntuales de la sobrepoblada orquesta straussiana sin renunciar a un vibrato controlado y cristalino. A su lado estuvieron especialmente inspirados Pavol Breslik y Vito Priante, a cargo de los rivales Flamand y Olivier. El terceto del primer acto, probablemente al lado del interludio orquestal del segundo —la Bayerisches Staatsorchester, bajo la batuta de Lothar Koenigs, ofreció una interpretación impecable—, fue el momento álgido de la velada.

Y es que Strauss compone pensando en los números de conjunto. La única excepción, quizás, es el monólogo de La Roche, que no fue problema para el impresionante instrumento del bajo islandés Kristinn Sigmundsson. Es especialmente en los números de conjunto donde se pone en juego una contradicción esencial: los personajes cantan sus partes con la normalidad habitual, discutiendo sobre la pertinencia de ciertas convenciones teatrales, pero cuando se encuentran en un quinteto o sexteto conclusivo, Strauss les niega momentáneamente la autoconsciencia. Su elevada discusión metaliteraria se convierte entonces en un número relativamente espectacular en la sucesión de escenas que conforma la ópera. La dirección de David Marton realza esta conversión haciendo que los cantantes lleven el compás de la música que cantan, que gana así el primer plano.

Marton se regocija en la auto-referencialidad. Su concepto escénico se desarrolla en el interior de un teatro, extraño espejo del teatro primero que lo contiene. Cabe reflexionar sobre la supuesta inocencia del quehacer artístico que subraya un gesto semejante. Si el teatro habla sobre el teatro, no tiene que hablar sobre el mundo. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, esta fue la máxima que escogieron seguir Strauss y sus libretistas. Y lo hicieron convencidos, conscientes de que la despolitización era la única vía para seguir trabajando bajo el régimen nacionalsocialista. Hay que plantearse seriamente si es lícito seguir interpretando Capriccio bajo este punto de vista, sin atacar decididamente la despolitización que conlleva. La ópera termina con una pregunta inquietante: ¿existe algún final, para esta ópera, que no sea trivial? La respuesta es no, desgraciadamente; y la propuesta de Marton, aún y la interpretación del Haushofmeister y sus secuaces como miembros de un cuerpo de policía, peca de trivialidad.  * Lluc SOLÉS, crítico de ÓPERA ACTUAL