Castellucci une un apocalipsis íntimo con el juicio final

Salzburgo

17 / 08 / 2022 - Xavier CESTER - Tiempo de lectura: 4 min

Print Friendly, PDF & Email
barbazul-operaactual-salzburgo (1) Una escena de 'De temporum fine comoedia' © SF / Monika RITTERSHAUS
barbazul-operaactual-salzburgo (1) Ausrine Stundyte (Judith) © SF / Monika RITTERSHAUS
barbazul-operaactual-salzburgo (1) Ausrine Stundyte (Judith) y Mika Kares (Barbazul) © SF / Monika RITTERSHAUS

Festival de Salzburgo

Bartók: EL CASTILLO DE BARBA AZUL / Orff: DE TEMPORUM FINE COMOEDIA

Nueva producción

Ausrine Stundyte, Mika Kares, Nadezhda Pavlova, Frances Pappas, Helena Rasker, Christian Reiner. Dirección musical: Teodor Currentzis. Dirección de escena: Romeo Castellucci. Felsenreitschule, 15 de agosto de 2022.

Emparejar la única ópera de Béla Bartók con el último trabajo escénico de Carl Orff parece una ocurrencia descabellada, tal es la distancia sideral entre los dos compositores y sus lenguajes musicales. Pero un festival como el de Salzburgo, o así lo debe creer Markus Hinterhaüser, su intendente y origen de la propuesta, puede permitirse el riesgo de una operación de resultados, al final, tan discutibles como intrigantes, a la vez que, por momentos, apasionantes. Aceptando la premisa de partida, puede verse El castillo de Barba Azul como la historia de un apocalipsis íntimo, mientras que en De temporum fine comoedia el apocalipsis es colectivo, ya que se asiste al día del juicio final.

El director de escena Romeo Castellucci (responsable también del decorado, el vestuario y la iluminación) aportará, de forma algo rebuscada, más nexos entre los dos títulos. Antes del prólogo recitado de la ópera de Bartók se escucha el llanto de un bebé y el lamento de una mujer. Y será un bebé muerto una de las imágenes recurrentes una vez se disipe la oscuridad absoluta con la que arranca la obra. El espectador se encuentra ante una historia de dolor y de pérdida que se desarrolla en un espacio ominoso con el suelo cubierto de agua y la aparición continua de lenguas de fuego de formas diversas, que culminan con un “Ich” (yo) ígneo, nuevo recordatorio que este es un drama psicológico. El baile de los dos elementos tiene su paralelo en el baile de atracción y repulsión, de delicadeza y violencia que protagonizan Barba Azul y Judit, quien lidera un camino cada vez más tortuoso hacia un interior traumático, antes de su desaparición en la oscuridad que vuelve a señorear en el escenario. Pese a algún elemento superfluo (la tensión sexual no resuelta entre los esposos tiene el contrapunto de dos muñecos fornicando), Castellucci ofrece más sugerencias que respuestas, creando un clima angustiante que casa bien con la música de Bartók.

"En la obra de Orff, descontando unas innecesarias inserciones electrónicas, Currentzis subrayó toda la fuerza visceral, atávica, de una música construida sobre ritmos obsesivos"

La obra de Orff, nunca representada en Salzburg desde su estreno en 1973 bajo la batuta de Karajan, es menos sutil, lo que explicaría que el director italiano adopte un estilo más ilustrativo. El libreto del compositor alemán, en griego, latín y alemán, contrapone dos visiones del apocalipsis, la de las sibilas, que anuncian la ira divina y la condena eterna de los pecadores, y la de los anacoretas, que afirman que el final de los días conllevará la desaparición de todo mal. Las sibilas empiezan lapidando una mujer vestida como Judit, antes de proferir sus terribles profecías en una danza ritual (Cindy van Acker firma la coreografía) que incluye el sacrificio de niños. Por su parte, los anacoretas se congregan ante un tronco seco, en una escena menos inspirada que la anterior (la partitura de Orff tampoco ayuda), pero es su visión la que se impone en una parte final en la que los muertos, literalmente, salen de las tumbas para asistir al juicio final. La masa de cuerpos es engullida por la oscuridad, una imagen potente seguida por la aparición de un personaje enigmático. Es Lucifer (el actor Christian Reiner), confesando tres veces al Padre que ha pecado. Reaparecen en posición orante Barbazul y Judit, quien, cual nueva Eva, entrega una manzana al demonio que vuelve a ser ángel. Con una música de gran delicadeza que contrasta con los asaltos sonoros precedentes, Lucifer danza de forma ingrávida. El fin es el principio, libre de culpa y pecado.

Otra figura artística singular que no suele crear consensos, Teodor Currentzis, se hizo cargo de la dirección musical al frente de una excelente Gustav Mahler Jugendorchester. En Bartok, unos tempi morosos inclinaban la versión hacia la autocomplacencia, aunque las gradaciones dinámicas y los colores de cada puerta fueron milimétricamente gestionados. En la obra de Orff, descontando unas innecesarias inserciones electrónicas, Currentzis subrayó toda la fuerza visceral, atávica, de una música construida sobre ritmos obsesivos y una paleta sonora centrada en docenas de instrumentos de percusión y abundante metal: las piedras de la Felsenreitschule temblaron ante la explosión decibélica del último día. La potencia y cohesión de los coros reunidos para la ocasión (musicAeterna y Bachchor Salzburg) fue impactante, y aún más lo fueron las nueve sibilas enfrentadas a tesituras extremas, desde agudos estratosféricos hasta graves abisales. Pero ya fuera por la propuesta escénica de Castellucci, por la música adusta de Orff o por motivos más mundanos, las deserciones de espectadores durante la segunda parte no fueron pocas. En la primera, la Judit de Ausrine Stundyte se adaptó sin problemas a la gama dinámica impuesta por la batuta, ya fuera el murmullo imperceptible o la eclosión de la quinta puerta, exponiendo sin tapujos, ni vocales ni físicos, los traumas del personaje, mientras que Mika Kares fue un Barba Azul que supo salir de un buscado hieratismo en la efusiva evocación de sus esposas.  * Xavier CESTER, crítico de ÓPERA ACTUAL